BARRET, Daniel. "11 de Setiembre de 2001: el enroque fatal" (1)

Estados UnidosUruguayguerra (aspectos generales)capitalismo y anticapitalismoIraq Qaeda, al América del Norte (aspectos generales)Guerras y revoluciones. OTANpolítica internacionalBARRET, Daniel
¿Qué es la guerra sino la ciencia de la destrucción?
¡Extraña ceguera la del hombre, que enseña
públicamente el arte de matar, que recompensa a
quien mejor lo hace y que castiga al que, por motivos
personales, se deshace de su enemigo! ¿No es hora
de que se corrijan estos bárbaros errores?
Donatien Alphonse François, marqués de Sade
En los monasterios, en las sinagogas y en las
mezquitas
se refugian los débiles a los que el Infierno
espanta.
El hombre que conoce la grandeza de Alá
no siembra en su corazón los granos del
terror y de la imploración.
Omar Khayyam

Nos cuenta José Saramago en La caverna acerca del crecimiento de un Centro Comercial que, a veces lentamente y otras tantas con velocidad de vértigo, va absorbiendo todo cuanto de vida autónoma hubo alguna vez a su alrededor: el Centro es codificación de pautas y torre de control, fuente de empleo y desaparición de oficios, escuela de infantes y refugio de ancianos, maternidad y depósito de cadáveres. Allí, el alfarero Cipriano Algor descubre y anticipa en una gruta prohibida su inexorable destino de muerte, que es la de los artesanos de su misma condición. Cipriano resuelve resistir el trágico final y su resistencia es una huída desesperada pero firme más allá de la inconmensurable fuerza de gravedad del Centro. Hacia las afueras, los confines, los límites, marchará Cipriano junto con su amor otoñal Isaura Madruga, su hija Marta Algor, su yerno Marcial Gacho y su perro Encontrado. Dejará, como testimonio mudo de su decisión, una heterogénea milicia de estatuillas ahora inservibles que custodiarán las puertas de su viejo horno de ceramista en retirada. Tal será la resistencia del poeta Algor-Saramago que, alejado de los trajines políticos más frecuentados, inhibido de producir efectos materiales, incapaz de trastornar las relaciones sociales reales, apenas si estará en condiciones de brindarnos una alegoría conmovedora. Porque el Centro, como parte de dicha alegoría, no es más que eso; una metáfora de la omnipotencia de los mercados, de una lógica económica arrasadora, de corporaciones que quieren hacer del mundo un shopping o, quizás, de culturas que se pretenden “globalizadas” y no se detienen frente a todo aquello que consideran inferior, de tecnologías que creen estar más allá del bien y del mal y que ignoran sus propios límites, de soberbias militares que no tienen nada que se les oponga o lisa y llanamente, en un nivel superior de abstracción, una metáfora del poder. Frente a ello, los poetas sólo pueden responder desde la inofensiva sensibilidad del pensamiento y del verso.
Pero la desesperación, la impotencia y las identidades avasalladas -junto con el avasallamiento mucho más tangible de los territorios y las poblaciones correspondientes- no sólo producen poetas sino también “suicidas” que, antes de verse forzados a abandonar el escenario histórico, prefieren dejar el testimonio dramático de su voluntad de sobrevivencia. [1] Ése y no otro debería ser el marco interpretativo desde el cual bucear en las diferentes claves y derivaciones que nos dejan los sucesos del 11 de setiembre; fecha en la cual un grupo todavía no totalmente identificado [2] secuestra al menos 4 aviones de líneas comerciales y consigue estrellar 3 de ellos en cada una de las Torres Gemelas neoyorquinas y en el ala oeste del Pentágono, en Washington, respectivamente. A partir de ahí, los grandes medios de comunicación habrían de asediarnos, hora por hora, minuto tras minuto y segundo a segundo, con informaciones morosas e imágenes sólo insinuantes sobre miles de muertos que jamás creyeron verse directamente involucrados en conflicto bélico alguno y con la idea insistente y progresivamente corporizada de una tercera conflagración mundial; la que tal vez no se vuelva mundial pero que, sin dobleces ni metáforas, ya es conflagración. No hay duda que una cosa y la otra -las impresiones aterradoras y las conjeturas sobre el futuro inmediato, ya en el marco de una guerra que trascendió las declaraciones y se consuma hoy en los campos de batalla- constituyen motivos urgentes de reflexión; pero también es preciso ir más allá, rodear los acontecimientos en bruto, husmear en las condiciones previas y dilucidar las razones profundas tanto como algunas de las orientaciones básicas con las cuales manejarnos de aquí en más.
Digámoslo a punto de partida y con contundencia para evitar cualquier clase de malentendido o ambigüedad exegética: desde un punto de vista anarquista, no encontramos ningún soporte ideológico, estratégico o político que nos permita justificar un atentado que tiene como blanco a miles de víctimas inocentes y que, hasta ese momento, creyeron estar completamente al margen de un enfrentamiento de esas proporciones. En los aviones secuestrados y en las Torres Gemelas -léase bien: no en el Pentágono, en las Torres Gemelas- [3] murieron oficinistas y limpiadoras, vendedores de café y turistas, bomberos y conductores de ascensor; murieron norteamericanos que seguramente jamás le hicieron daño a nadie pero también probablemente argentinos, japoneses, portorriqueños y chicanos que nunca soñaron siquiera con formar parte de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Y no hay, desde nuestra óptica, ninguna razón de orden superior que pueda darle legitimidad alguna a estas muertes: para nosotros, anarquistas, la libertad y la justicia social se construyen sobre la base de la conciencia crítica y de la voluntad colectiva y no sobre campos yermos de los cuales ha sido previamente arrancado todo vestigio opositor. No hay ningún fin, ningún objetivo, ningún ideal, por muy elevados que se pretendan, que puedan alcanzarse mediante el sacrificio ajeno ni edificarse con olímpico e indiscriminado desprecio por la vida de quienes no han resuelto formar parte de choques guerreros de especie alguna; todo lo cual es extensivo, y con mayor fuerza todavía en mérito a su poderío, a las operaciones de castigo y venganza desatadas por el gobierno de los Estados Unidos.
Por otra parte, el estrellar dos aviones contra cada una de las Torres Gemelas sólo puede resultarnos, además de profundamente censurable, un procedimiento absolutamente torpe. [4] No sabemos cuál es el mundo con el que sueñan los responsables colectivos del atentado pero sí estamos absolutamente seguros que las constantes organizativas del mundo que la hegemonía norteamericana ha cincelado en las últimas seis décadas del siglo pasado no se derrumban ni se conmocionan junto con los edificios que funcionan como sus referentes simbólicos y emblemáticos. La hegemonía política, económica, cultural, militar y diplomática de los Estados Unidos no sólo no se ha debilitado luego de los acontecimientos del 11 de setiembre sino que, muy probablemente, se haya visto fortalecida con el inconcebible papel de víctima y de representación del “mundo libre” o de “Occidente” que se les ha permitido jugar y que sus aliados auspician convenientemente. El atentado contra las Torres Gemelas hizo posible un enroque de imágenes y mensajes que era inimaginable un día antes y con el que fuimos y seremos sometidos a un incansable y cansador tiroteo por tiempo indeterminado: en el caso, por ejemplo y en términos impresionistas, los sufridos y siempre castigados niños palestinos aparecieron agitando banderas y en actitud de festejo mientras los más opulentos beneficiarios de la actual distribución de poder mundial pudieron exhibir frente a cámaras su congoja y orar junto a su dios y a sus fuerzas armadas por el alma de los caídos.
El atentado contra las Torres Gemelas neoyorquinas podrá no tener, desde nuestro punto de vista, justificación ideológica, estratégica o política de ninguna clase; pero no hay duda que sí la tiene, sea cual sea el plano o la organización de discurso en que la misma se exprese, desde la óptica de sus autores; que, según el supuesto de mayor recibo y tal como ya lo hemos dicho, cabrá ubicar como un grupo islámico radical, haciendo a un lado otras hipótesis menos consistentes -que también las hubo- y que aludieron a la participación de extremistas de derecha norteamericanos, del servicio secreto israelí, de japoneses vengadores de Hiroshima, de etarras o de narcotraficantes colombianos. Penetrar en esa justificación -que, para nosotros, bien puede funcionar como explicación de los acontecimientos y de su evolución- requiere que comencemos nuestro recorrido expositivo analizando la política exterior de los Estados Unidos, los núcleos culturales básicos de los autores de los atentados y su hipotética intencionalidad. Vayamos, entonces, por cada una de las partes correspondientes antes de introducirnos de lleno en el aquelarre de la guerra y en la actitud militante en la que queremos desembocar.
Vísperas neoyorquinas: de hegemonías, culturas e intenciones
La política exterior estadounidense ha sido desde siempre un elocuente e inagotable muestrario de vocación expansionista y conquistadora. El avance de las 13 ex-colonias británicas hacia el Far West -quizás la primera manifestación histórica de su diplomacia- supuso el exterminio masivo de las poblaciones autóctonas y el posterior confinamiento de los sobrevivientes en “democráticas” reservaciones; a Francia se le compraron sus posesiones en la Luisiana (1803), a España las suyas en la Florida (1819) y a Rusia la lejana y polar Alaska (1867); mientras tanto, a México se le esquilmaba la mitad de su territorio por la vía de la anexión, la adquisición o la guerra (1845-53) y hacia fines del siglo XIX los Estados Unidos hacían suyas las islas Hawai (1898). A lo largo de ese siglo, los Estados Unidos aumentaron impunemente sus dominios territoriales y triplicaron con holgura la cantidad de estrellas de su bandera, al mejor estilo de sus cowboys, cuando contemplaban orgullosos las muescas de su revólver en los westerns que alguna vez estuvieron de moda.
Existía ya el lejano antecedente de la doctrina Monroe (1828) [5] y, setenta años después, el más próximo de la participación norteamericana en el desguace de los últimos restos del colonialismo español (1898); de tal modo, no habría demasiados inconvenientes ideológicos para que los Estados Unidos incrementaran hasta extremos desorbitados su injerencia en los asuntos de América Latina, su “patio trasero”. Con la “independencia” de Panamá (1903) y la apropiación del canal homónimo que unía los océanos Pacífico y Atlántico, los Estados Unidos comenzarán una sucesión interminable de intervenciones que llegan hasta nuestros días, particularmente con el denominado Plan Colombia y su participación protagónica en la erradicación de los cultivos de coca en Bolivia, pasando por su apoyo a la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba (1961), su claro auspicio a las dictaduras militares sudamericanas durante los años 60 y 70 o sus más recientes agresiones contra Grenada (1983) y Panamá (1989).
El debut de los Estados Unidos como superpotencia mundial no pudo ser más demostrativo: en Hiroshima fueron 125.699 los muertos entre el momento de la explosión y los cinco días posteriores mientras que 56.111 casas eran destruídas por el fuego, 11.574 por la ráfaga atómica y 6.820 resultaban severamente dañadas. En Nagasaki, las muertes instantáneas ascendieron a 73.884, los heridos el día del estallido a 76.796 y los afectados por las radiaciones a 120.820. Aquellos días de agosto de 1945 -frente a los cuales palidece nuestro 11 de setiembre y el atentado que ahora nos ocupa- vio florecer además, tres años antes de que George Orwell la consagrara en su célebre novela 1984, la neolengua propia del poder: las muertes provocadas por las explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki se justificaron, según los Estados Unidos, en las vidas salvadas por la abreviación de la guerra.
La hegemonía política norteamericana sobre el “mundo occidental, libre y cristiano”, del que decían y dicen ser su principal bastión, se ejerció con impunidad y amplitud durante las décadas de la llamada Guerra Fría y tuvo en Vietnam su jalón más calificado y también su traspié más resonante. Luego, caído el Muro de Berlín y desmoronado el antiguo bloque soviético, los Estados Unidos se dispusieron a ejercer, sin rivales a la vista, su indisputable papel de soldado universal. Fuera como represalia, fuera excusándose en la restauración del nuevo “orden internacional”, los Estados Unidos se asignaron -con la prudente complicidad de sus aliados- la prerrogativa de bombardear el objetivo que se propusieran. De ello pueden dar suficiente testimonio las poblaciones civiles de Bagdag (1991 y siguientes), Jartum (1998) y Belgrado (1998-99), sin que a la coqueta y escrupulosa “prensa libre de Occidente” se le moviera un pelo por tales exabruptos.
Estos episodios fueron cimentando a lo largo del tiempo otras formas de hegemonía por las cuales los Estados Unidos se aseguraron el acceso a las materias primas estratégicas, la apertura de mercados para sus grandes compañías, el control de buena parte de los flujos financieros y el establecimiento de políticas económicas con un amplio radio de aplicación y funcionales a sus designios de superpotencia. Y, así como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fue el brazo supraestatal de su hegemonía militar, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial de Comercio (OMC), han sido, por regla general, parte de una tupida red de testaferros multilaterales encargados de secundar los intereses estratégicos de los Estados Unidos y habilitar con mayor “legitimidad” la implantación de las políticas que les resultaran esenciales.
Entre tantos arrebatos hegemónicos no podemos dejar de mencionar uno que es clave a nuestros actuales efectos: los Estados Unidos han sido el principal referente externo de neutralización de una política autónoma por parte de los países árabes. Sus injerencias e intervenciones en el Medio Oriente han sido continuas e ininterrumpidas de varias décadas a esta parte, apoyando o mediatizando no sólo los excesos formalmente “defensivos” en que ha incurrido el Estado de Israel [6] sino también incidiendo por las vías que fueran reclamadas por cada circunstancia histórica en la insidiosa introducción de elementos de discordia entre los propios países árabes o, más abarcativamente, de estirpe islámica. En el correr de los últimos treinta años los Estados Unidos han apoyado, dejado de apoyar y vuelto a respaldar, si era necesario, a Jordania, Egipto, Irak, Irán o la guerrilla afgana según las demandas de cada momento en particular.
Más allá de los irrefutables hechos puntuales, hay una imposición simbólica sobreimpuesta que no hemos hecho otra cosa que esbozar: la política exterior de los Estados Unidos se regula según lo que los sucesivos gobiernos norteamericanos han concebido con más o menos énfasis como un destino manifiesto de liderazgo virtualmente cósmico. Esa política arrogante, soberbia, arrasadora, de dimensiones múltiples, extendida por doquier y basada en la más completa acumulación de poder de que pueda dar cuenta la historia, no ha tenido miramiento alguno por la independencia ajena ni se ha detenido frente a la debilidad o las razones adversas de quienes puedan haber osado expresar versiones diferentes sobre la arquitectura del planeta. Por el contrario, pareciera que, en algún mensaje bíblico, ciertas divinidades hubieran decretado que, por la gracia de dios, se hiciera su voluntad así en la tierra como en los mares y en los cielos.
Ahora bien: ¿qué sentimientos, percepciones, reacciones, emociones o decisiones políticas puede despertar ese prodigioso curriculum en dirigentes musulmanes convictos y confesos; sobre todo cuando los Estados Unidos, en las últimas décadas, han puesto especiales interés y militancia en controlar cualquier conato autonómico en los vastos territorios del Islam? ¿Alguien piensa que los principales o no tan principales dirigentes formados en el seno de la cultura islámica -y, con mayor razón aún, si son parte de su núcleo árabe- pueden rendirse entre admirativos y genuflexos ante los fundamentos, los logros, el estilo, los símbolos y los objetivos de dominación de esa pretendida y pretensiosa entidad política, económica y militar a la que ciertas arbitrariedades y costumbres han resuelto llamar “Occidente” y que, en su imaginario colectivo, quizás haya sustituido sin mayores esfuerzos de traducción a la antigua “cristiandad”? Antes bien, daría la razonable impresión que sus actuales designios no pueden provocar otra cosa en los pueblos de estirpe musulmana que la desconfianza y el recelo largamente acumulados a través de siglos que renuevan los motivos, las razones y las bases de un enfrentamiento ya holgadamente milenario y sustentado en códigos que no son inmediatamente comprensibles para quienes suponen que la historia ha llegado al punto de su definitiva universalización. [7]
Hoy se hace preciso recordar que el mundo árabe tuvo, en términos históricos, un prolongadísimo cuarto de hora que le permitió codearse de igual a igual con los principales centros europeos, al menos desde el siglo VII al siglo XVI de nuestra era. Durante ese prolongado lapso extendió sus territorios de influencia, resistió con éxitos variables las Cruzadas aupiciadas por el papado de Roma, forjó su ciencia y su tecnología, cultivó unas letras y una arquitectura propias, afirmó una religiosidad que favoreció su cohesión interna y desarrolló instituciones, normas y valores que le confirieron una identidad y un reconocimiento específicos frente a las alteridades culturales con las que se vio requerido de interactuar en las dimensiones del poder, el prestigio y la influencia. Luego fue perdiendo gravitación y sufrió un rezago insalvable en términos de organización de la violencia militar, de racionalidad instrumental, de tecnologías productivas, de acumulación de capital y de vocación conquistadora. La industrialización y el colonialismo no hicieron más que poner su broche de oro y agudizar la brecha planteada entre el mundo árabe, adyacencias incluídas, y los centros europeos -luego complementados por el acceso de los Estados Unidos a su misma condición. Así, el Islam acabará tocando su piso histórico con la derrota del imperio otomano en el contexto de la primera guerra mundial.
Esa humillación de siglos, que se prolonga hasta bien avanzada la pasada centuria, comienza a revertirse hacia los años 50, en un proceso animado por el retiro gradual de las potencias europeas de la región, que se traduce luego en movimientos nacionalistas pujantes y reivindicativos, de los cuales el nasserismo tal vez constituya su expresión paradigmática. Pero será recién en la década de los 70 que se reavivará formalmente el sentimiento de comunidad islámica y es así que en 1972 tiene su nacimiento la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que reúne en su seno a los países árabes y no árabes de estirpe musulmana. [8] Inmediatamente, en forma paralela a la crisis de abastecimientos petrolíferos de las sociedades altamente industrializadas, los países árabes e Irán, poseedores de los más ricos yacimientos del planeta, adquieren una inesperada y bienvenida confirmación de su enorme poder de negociación a través de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Ello les permite favorecerse de una formidable transferencia de divisas, las que serán aplicadas en inversiones externas, en un moderado y selectivo proceso de industrialización y en la vigorización de fuerzas armadas numerosas y con equipamiento de relativamente alta tecnología.
Esas circunstancias, unidas simultáneamente a un explosivo crecimiento demográfico y a una elevación cierta en el nivel educativo de sus grupos de élite, favorecerán el renacimiento islámico y alentarán la idea de que los países árabes recuperaban parte del poder históricamente perdido. A partir de allí, un fuerte aunque discontinuo y zigzagueante período de reafirmación identitaria comenzaría a abrirse paso. Sostener que dicho movimiento tiene en el Corán su fundamento y en el fortalecimiento de una comunidad islámica -la ummah- su horizonte es una flagrante redundancia en la que no vacilaremos en incurrir. Sin embargo, no es inmediatamente obvio para un observador “occidental” reconocer que tal cosa es bastante más que una opción religiosa y que dicha base cultural implica también una concepción del derecho -la shari’a-, una configuración de las instituciones que regulan las relaciones de género, una concepción sacralizada de la guerra -la yihad- y formas específicas de dominación política que no necesariamente se corresponden con las nociones tradicionales sobre el Estado. En líneas generales, lo que sí puede sostenerse es que tales cosas constituyen un universo cultural internamente articulado, diverso y adverso al predominante en “Occidente”, y sobre el cual las sociedades islámicas tienden a plantear su alternativa y su enfrentamiento.
Sin embargo, las explicaciones cerradamente “culturalistas” comienzan a mostrar sus fisuras desde el momento mismo en que se enfrentan a las disensiones internas de las distintas sociedades islámicas entre sí y en el seno de cada una de ellas; desde el momento en que se niegan a interpretar las rivalidades y conflictos entre países, sectas, clases, clanes, tribus o géneros en los términos propios a las relaciones de poder y dominación. Esta situación insoslayable, que es la que ha hecho históricamente imposible la constitución de la tan anhelada ummah, o al menos de su funcionamiento como unidad política reconocible, es la que los grupos islámicos radicales, carentes de un Estado hegemónico que pueda actuar como buque insignia de su pregonada superioridad cultural, pretenden resolver de un plumazo y manu militari, convocando aquí y ahora a la guerra santa contra los cruzados de Occidente en general y de Estados Unidos en particular.
Muy probablemente, la formalización o la aceleración de esa yihad, de esa guerra santa, constituya la intencionalidad básica subyacente a los atentados del 11 de setiembre; una intencionalidad que, despojada de las pueriles interpretaciones que remiten a una vaga inspiración demoníaca y a una intrínseca y casi deportiva maldad, presenta dos facetas diferenciadas y complementarias: por un lado, demostrar que los Estados Unidos efectivamente pueden ser atacados y conmovidos en algunos de sus centros neurálgicos y, por el otro, favorecer el posicionamiento belicista y la disposición combativa de una comunidad islámica carente de liderazgos reconocidos unánimemente que, tal vez -según la lógica de los protagonistas-, quepa forjar “desde abajo” [9] y no confiar a un Estado central inexistente como tal o sin la fibra del enfrentamiento. Los resultados tangibles en uno y otro plano están, naturalmente, librados de aquí en más a la marcha de los acontecimientos sucesivos, aunque desde ahora quepa asignar una ambigüedad cierta a los efectiva y provisoriamente producidos en las semanas inmediatamente posteriores. Intentemos repasar someramente las consecuencias más visibles y de mayor destaque en cada uno de los dos órdenes de cosas que acabamos de esbozar.
Es un hecho que los atentados han demostrado contundentemente que los Estados Unidos no están protegidos por ningún inexpugnable campo magnético y que la supuesta infalibilidad de sus servicios de inteligencia no es creíble más allá de las pantallas de cine y televisión. El mismo país que perdió la guerra de Vietnam una vez en el campo de batalla y luego consiguió tomarse mil revanchas diferentes en el celuloide, enviando a Schwarzenegger, Norris o Stallone a las palestras del sudeste asiático, puede ser atacado y dejado en ridículo por un grupo de comandos artesanales armados solamente con vulgares cuchillos y con sus acorazadas convicciones religiosas. El país más poderoso del planeta vio cómo se derrumbaban los símbolos edilicios de su poder financiero y -lo que es más increíble todavía- cómo era atacado el mismísimo Pentágono, el lugar donde se toman las decisiones militares más relevantes del orbe. Además, como a los autores de los atentados parece importarles poco y nada la muerte de miles de civiles inocentes, si a lo anterior se une el miedo y el desconcierto generalizados, los resultados obtenidos podrían reputarse de impecables. [10]
Sin embargo, tales cosas fueron inmediatamente acompañadas por unas reacciones de respaldo civil a las decisiones bélicas del gobierno de los Estados Unidos que seguramente no formaban parte de los cálculos previos y que difícilmente los autores del atentado quieran imputar en su haber. El pavor se transformó rápidamente en indignación y desató una ola de patriotismo y de afirmación nacional que parecía inesperada en una población tradicionalmente apática para todas las causas que se plantean más allá de su dilatado territorio. Incluso, por encima de eso, los victimarios de siempre pudieron transformarse súbitamente en las víctimas del momento; una posición inmejorable para que, de allí en más y seguramente por un buen tiempo, el gobierno de los Estados Unidos volviera a enarbolar la cruz y la espada y se ubicara a los ojos del mundo como el insustituible restaurador del orden y el paladín de la “civilización”, en lucha sin cuartel contra la “barbarie”. De las deplorables consecuencias que desde ya se desprenden de esta nueva ubicación norteamericana en el tablero del ajedrez mundial sólo podemos ir formándonos una idea inicial que tiende a volverse más pesimista a medida que pasan los días.
Al mismo tiempo, los atentados parecen haber conmovido efectivamente algunas de las fibras combativas de la comunidad islámica y bien puede detectarse en su seno un rumor clandestino y no tanto de satisfacción: los hijos de Alá, a pesar de los pesares y luego de innumerables humillaciones bélicas a las que los Estados Unidos los han sometido en las últimas décadas, todavía pueden golpear con fuerza y convicción y demostrar que, quien quiera guerra con los herederos de Mahoma, sin duda habrá de encontrar a múltiples aspirantes que les planteen batalla. Este hecho y las convicciones subsiguientes han detonado una corriente de decisiones que bien pueden estimarse como aprestos para la soñada yihad, ganando desde ya, en primer lugar, a los talibanes afganos; en segundo término, a combatientes voluntarios de otros países; y, por último, a considerables segmentos de la opinión pública en aquellos pueblos cuyos gobiernos se han mostrado proclives a alinearse en una coalición grata a los intereses estadounidenses. Por lo tanto, desde este punto de vista, los atentados también parecen haber cumplido con su intencionalidad inicial; y, más aún, en el imaginario colectivo musulmán tal vez hayan constituído en torno a la figura de Osama Bin Laden [11] a un personaje capaz de reeditar las glorias del sultán Saladino.
No obstante, es más que dudoso que los responsables de los atentados previeran o tuvieran la intención de suscitar las resistencias que oficialmente quedaron planteadas entre sus propios “aliados”. Como fiel reflejo de la falta de unidad real en el mundo islámico, la mayoría de los Estados y gobiernos musulmanes condenó con distintos grados de convicción y de firmeza los atentados, limitando sus respaldos o coberturas a reclamar pruebas contundentes por parte de los Estados Unidos respecto a la responsabilidad de Osama Bin Laden y la complicidad de los talibanes afganos o sosteniendo que los mismos debían ser explicados por su política exterior y que seguramente se justificaban en ella como legítima revancha a su prepotencia bélica. Sin embargo, es evidente que entre los Estados islámicos no sólo no hubo eco alguno a los clarines de la guerra santa sino que, por el contrario, muchos de ellos -notoriamente Pakistán, Turquía y las repúblicas ex-soviéticas de Asia Central- se aprestaron rápidamente a colaborar con los emprendimientos militares de los Estados Unidos o al menos a ofrecer sus hallazgos de inteligencia. La guerra, por lo tanto, en lo inminente parece ser otra y no tan santa: de su dibujo inmediato corresponderá que nos ocupemos de aquí en adelante.
Los tambores de la guerra
La yihad puede haber sido ya invocada, instigada y alentada, pero lo cierto es que todavía tendremos que aguardar su declaración formal, que sólo es patrimonio de un cónclave religioso musulmán de composición dudosa y que todavía no se ha pronunciado sobre el punto. [12] En cambio, la guerra que sí ha comenzado es la que el propio 11 de setiembre declarara urbi et orbi el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, que nada tiene que ver con las glorias del sultán Saladino pero sí -y mucho- con las cosechadas por su mismísimo padre, un “heroico veterano” de la “Tormenta del Desierto” contra Irak que él en persona desatara una década atrás. Es una guerra conocida hasta el hartazgo, cuyo horizonte no es otro que el mantenimiento de una hegemonía seguramente compartida en otros planos con el resto de las potencias mundiales, pero que tiende a volverse solitaria, monopólica y absolutista en el terreno militar propiamente dicho. Es una guerra añejada en cascos de acero que primero enfiló sus baterías hacia el Far West, luego bebió su largo aperitivo desde México a Tierra del Fuego, más tarde asumió la deplorable condición de amenaza atómica, después se extendió en los fragores y “disuasiones” de la bipolaridad y ahora pretende prolongarse indefinidamente en los desplantes omnipotentes de la única superpotencia que sobrevive en el planeta. Es además, una guerra generalizada y sin límites territoriales, que seguramente desplegará sus efectivos y sus estruendos por todos los confines y cuyas consecuencias inerciales arrastrarán a los que voluntariamente hayan resuelto participar activamente en ella y también a quienes, en nuestra desolada y molesta ingenuidad, querremos constituir un bando decididamente anti-bélico e irreductiblemente contrario a esta nueva y prepotente reafirmación hegemónica. Es una guerra total y totalizadora que amenaza con reproducir y multiplicar los horrores de todas las guerras, con algunos “héroes” y condecoraciones para los cuales estará reservada la posteridad y con una cantidad indeterminada de muertos inocentes a los que solamente podrá destinárseles el espacio indescifrable de una gran tumba colectiva y anónima.
Como en toda guerra, lo primero que hay que reconocer es a los enemigos en pugna y a sus respectivos objetivos estratégicos. Lo poco que se podía conjeturar sobre el radicalismo islámico -ya se trate de un grupo o de varios conectados entre sí- ya ha sido dicho, por lo cual aquí habrá que limitarse a analizar los movimientos del protagonista principalísimo de la guerra: el gobierno de los Estados Unidos. El presidente Bush lo dijo desde un principio con claridad meridiana: se está con los Estados Unidos -es decir, con su gobierno- o se está contra ellos y, por lo tanto, con el “terrorismo”. No hay ni puede haber -ni se permitirá que haya-, indiferentes o neutrales, los que serán reputados inmediatamente como sospechosos o cómplices y serán pasibles ipso facto de vigilancia y sanciones en la medida que las viscisitudes de la guerra lo requieran y sus recursos lo permitan. Ergo, el enemigo identificado por el gobierno de los Estados Unidos es una abigarrada y variopinta constelación de parias en cuya primera línea de fuego se ubica a Afganistán, percibida como el centro indisputable de la Internacional “terrorista”, y a los destacamentos musulmanes afiliados a la misma de un modo o de otro -Al Qaeda, Hamas, Hezbollah, etc.-; inmediatamente después a los Estados sediciosos que bien pueden apadrinarlos, entrenarlos y protegerlos -como es el caso de Libia, Irán, Irak y compañía-; luego a aquellos que tal vez compartan informaciones, armas, campamentos, militantes y know-how con los anteriores -las FARC colombianas, la ETA vasca, los sobrevivientes de Sendero Luminoso, etc.-; casi enseguida a los traficantes de tecnologías y narcóticos que se niegan a operar dentro de los parámetros de la Organización Mundial de Comercio; y, por último, en un círculo de ubicación imprecisa, a las organizaciones preocupadas por los derechos humanos, los activistas del movimiento anti-globalizador, el Black Block, los cocaleros del Chapare, los estudiantes de las 150 universidades estadounidenses que se pronunciaron contra la guerra y quienes escribimos o leemos estas impúdicas líneas.
El objetivo estratégico es, pues, desmantelar la red universal del “terrorismo”, de sus adláteres, de sus simpatizantes, de sus inconcientes compañeros de ruta y de cuanto timorato ande suelto y despistado por el mundo sin atreverse a tomar partido por dios único y todopoderoso y las fuerzas del bien que le rinden pleitesía. Las “fuerzas del bien”, en efecto, serán las que habrán de enfrentarse con las “fuerzas del mal” -es decir, Osama Bin Laden y sus secuaces, en tanto personificaciones del “demonio”-, así en la tierra como en el cielo. Pero éste no es más que el discurso de la guerra y no su sustrato: el sustrato real de la guerra no es otro que el restablecimiento del nuevo orden internacional impunemente violentado por la irresponsabilidad “terrorista”, del respeto irrestricto por la inviolabilidad de los espacios soberanos de los Estados Unidos, de reglas de juego que han sido establecidas por los poderosos y que no ofrecen lugar alguno para la impugnación y el cuestionamiento, del reconocimiento y la admisión de un diagrama planetario de relaciones de dominación en el que se insinúa, con singular impertinencia, el nunca bien ponderado “fin de la historia”. Todo lo cual se expresa también a través de algunos referentes más concretos, más materiales y con aroma a valor de cambio, como el control de la producción de opio y, con mayor razón todavía, de las reservas petrolíferas particularmente abundantes en la región, de sus bocas de salida y de las rutas a través de las cuales circula el necesario abastecimiento de las potencias “occidentales”. Y, por supuesto, el objetivo también es tomarse una cruenta revancha por el orgullo herido que, en el marco de la tragedia, hizo que los Estados Unidos extraviaran por un momento su sentido de la invulnerabilidad.
Con esos objetivos y tales enemigos a la vista, los Estados Unidos se abocaron con premura a un conjunto de acciones diplomáticas que permitieran disponer de la mayor acumulación de fuerzas que les resultara posible en las actuales circunstancias. Naturalmente, fue casi innecesario o redundante consultar a Gran Bretaña y al socialdemócrata Tony Blair que rápidamente se pusieron a disposición, fuera cual fuere la causa norteamericana que en éste o cualesquiera casos los convocaran. La OTAN, por supuesto, también dio su inmediato visto bueno, lo cual implica distintos grados de involucramiento en la guerra por parte de la Unión Europea pero que, además -y éste es un detalle particularmente importante- alista entre las “fuerzas del bien” a un país islámico como Turquía. Pero, la “alianza justiciera” no se detuvo allí sino que también obtuvo el respaldo expreso, necesario y por lo tanto bienvenido de potencias de alcance regional como Rusia, China, India y Japón. Lejos del frente de batalla, pero relevante también, es la posición adoptada por los países latinoamericanos, que masivamente consideraron que los atentados constituían una agresión externa al continente en su conjunto y dieron su aprobación para la eventual activación de los mecanismos del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. Más importante todavía desde el punto de vista de sus coberturas ideológicas, las acciones bélicas norteamericanas cuentan también con la anuencia -en grados variables de colaboración- de países islámicos de fundamental significación estratégica a partir de su ubicación geográfica e, incluso, de sus recientes y apresuradamente modificados compromisos diplomáticos, como es el caso de Pakistán; el principal respaldo estatal externo con el que contaban hasta hace muy poco tiempo los talibanes afganos.
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[1Cuando hablamos aquí de abandonar el escenario histórico no estamos realizando pronóstico alguno sobre ninguna cultura en particular; antes bien, como luego veremos, esas culturas en supuesta fase terminal pueden gozar, al menos en ciertos planos, de una relativamente buena salud. En cambio, sí queremos referirnos a los exponentes más radicales de esas culturas, siempre que puedan legítimamente interpretar que se intenta acorralar a las mismas en el curso de los acontecimientos históricos y comiencen a albergar entonces un sentimiento y una decisión de cerril resistencia identitaria. Los países mal llamados “occidentales” también pueden reconocer en su propia historia movimientos nacionales o de clase con estas características: la vasta reacción romántico-conservadora que se da en Europa contra la ilustración francesa es un claro ejemplo del primer tipo mientras que la estrategia de los ludditas en Inglaterra bien puede serlo del segundo.

[2No totalmente identificado por quienes carecemos de las más elementales informaciones, pero que -insisten los “entendidos”- no es otro que Al Qaeda, cuyo líder es el saudita Osama Bin Laden. Somos concientes que introducir aquí a Osama Bin Laden, a su red Al Qaeda y, por extensión lógica, también a los talibanes afganos que les han proporcionado refugio, es dar el temerario paso de tomar por buenas las responsabilidades asignadas por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, habiendo como hay excelentes ejemplos históricos que obligarían a que tales cosas se dejaran indefinidamente en suspenso. Sin embargo, lo cierto es que, se demuestren o no alguna vez tales responsabilidades, son los hechos posteriores y la guerra en curso los que les confieren a las mismas visos de cruda e innegable realidad.

[3La distinción es obvia y procura eludir la celada de las “razones humanitarias” en abstracto: el Pentágono le ha declarado la guerra prácticamente al resto del mundo y nada puede dolerse de una respuesta en el plano de actuación que sus propios estrategas han elegido. Por otra parte, tanto el gobierno de los Estados Unidos como sus cadenas de televisión se condujeron según una distinción curiosamente parecida, hasta el punto que las imágenes de circulación masiva estuvieron apabullantemente concentradas en las Torres Gemelas y no en el ataque al edificio-sede de la mayor concentración de poder militar y destructivo de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

[4“Profundamente censurable” y “absolutamente torpe” resultan ser dos expresiones que pretenden abarcar dos dimensiones de la práctica política diferenciables aunque de imprescindible compaginación: la ética y la instrumental. Acontecimientos como el que nos ocupa se encargan de poner en primer plano un aspecto -el ético- que frecuentemente es olvidado, minimizado y ridiculizado entre quienes se reconocen a sí mismos como “políticos puros”, a través de un maquiavelismo inconfesable y sobrador que supone que los anarquistas somos el paradigma de la idiotez. A quienes así piensan nos gustaría ahora desafiarlos nuevamente a que fundamenten por enésima vez su máxima de cabecera: “el fin justifica los medios”.

[5Tanto las afirmaciones de este párrafo como las subsiguientes parecen encajar dentro de la teoría clásica del imperialismo que encuentra su remate preferido en las concepciones de Lenin sobre el punto. Sin embargo, queremos aclarar apresuradamente que no es así, más allá de los inevitables referentes históricos comunes. Algunos sectores revolucionarios, cada vez más raleados, suponen que mantener las viejas denominaciones y los viejos conceptos es la única contraseña concebible de radicalismo político. Para nosotros, el giro teórico que es necesario operar no pasa precisamente por esa afirmación “tradicionalista”; pero, evidentemente, éste no es ni el lugar más adecuado ni el momento más propicio para encarar tal cosa con la más elemental seriedad.

[6Cuando hablamos del Estado de Israel, hablamos, valga la redundancia, del Estado de Israel. Tal cosa no debería ser confundida, ni por asomo, con la cultura judía ni entreverarse con prédicas anti-semitas que ni estamos realizando ni queremos realizar. Desde nuestro punto de vista, la cultura judía tiene tantas prerrogativas de preservación como la cultura islámica y sólo podría concebirse en cuanto una desgracia absolutamente empobrecedora el completo exterminio de sus productos más exaltados y de sus exponentes, tanto de la una como de la otra.

[7Hoy por hoy, es casi inevitable referirse a las concepciones bruscamente actualizadas de Samuel Huntington sobre el tema, las cuales han sido recogidas en su libro El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Ediciones Paidós, Barcelona, 1997). Digamos en tal sentido, apuradamente, como mera aclaración y sin pretensiones de discusión concienzuda, que lejos estamos de suscribir sus premisas o sus conclusiones. Sin embargo, entendemos que las mismas merecen alguna consideración más detenida que las que, en estos días, han provenido con desprecio y ligereza desde tiendas izquierdistas.

[8Para aquilatar el significado que tiene una organización como la OCI basta decir que es la única red mundial que reúne a diferentes países a partir de su confesión religiosa básica y admitida como tal. Turquía, por ejemplo, aún siendo un país musulmán no fue admitido inicialmente en la OCI en tanto se definía a sí mismo como un Estado laico.

[9Decir que un movimiento favorable a la guerra santa habrá de forjarse “desde abajo” es, obviamente, un trasplante ideológico irónico -o una reducción a nuestros propios parámetros- que no se corresponde en absoluto con las concepciones musulmanas, para las cuales los liderazgos emergentes no son más que una decisión privativa de Alá.

[10Esperamos que sea innecesario aclarar que estamos intentando ubicarnos en la lógica de un grupo islámico radical, para la cual hay un “nosotros” y un “ellos” claramente delimitado y que enfrente sólo puede percibir una alteridad enemiga completa e indiferenciada; sin atenuantes, matices o distinciones. Como luego veremos, la lógica del gobierno de los Estados Unidos es exactamente igual, previa modificación de las fuerzas del bien y del mal.

[11Una vez más, deberemos aclarar que tales cosas no prueban la responsabilidad material o intelectual de Osama Bin Laden en los atentados del 11 de setiembre. Sin perjuicio de ello, es evidente, y sin necesidad de demostración policial o judicial de ningún tipo, que han sido las propias corrientes de expresión del radicalismo islámico -a nivel de multitudes movilizadas aunque no a nivel gubernamental- las que ya han transformado a Bin Laden en tácito caudillo de la esperada yihad y en un símbolo de la resistencia musulmana a las agresiones y humillaciones encabezadas por los Estados Unidos.

[12Cabe señalar que en la religión islámica no existe ningún órgano que reúna el mismo grado de legitimidad y consenso que, por ejemplo, el consejo cardenalicio en la iglesia católica. Por lo tanto, que los talibanes afganos hayan declarado de motu proprio la guerra santa -como efectivamente ocurrió- es un hecho por ahora de menguados efectos en el resto del mundo musulmán.