BARRET, Daniel. "11 de Setiembre de 2001: el enroque fatal" (3)

Estados UnidosUruguayguerra (aspectos generales)capitalismo y anticapitalismoIraq Qaeda, al América del Norte (aspectos generales)Guerras y revoluciones. OTANpolítica internacionalBARRET, Daniel

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Pero, a todo esto, lo sorprendente es -si se nos permite la redundancia y la cacofonía- que tales cosas puedan resultar sorprendentes; y, si lo son, no puede haber otras razones que la incultura, la ignorancia generalizada o el más descarado cinismo respecto a la propia historia de los Estados Unidos. Porque, ahora mismo, ¿puede causar alguna extrañeza que el Senado estadounidense haya aprobado por unanimidad facultades especiales para las autoridades en cosas tales como la ampliación de las escuchas telefónicas en un país que ha perfeccionado hasta extremos superlativos los sistemas de vigilancia, espionaje y seguimiento? [1] ¿puede asombrar que, en la misma jornada, dicho órgano legislativo haya prorrogado hasta siete días la capacidad de los órganos de seguridad de retener detenidos a los sospechosos en una nación que ha perpetrado algunos de los adefesios jurídicos más resonantes de que tenga noticia la “independencia” del poder judicial? [2] ¿puede llamar a la perplejidad que cualquier individuo sea potencialmente objeto de recelos en el mismo país que fue la cuna del maccarthismo y que hizo de la caza de brujas una virtual contraseña identitaria? ¿puede provocar algún tipo de extrañeza un arrebato racista en la misma nación que primero exterminó a los “pieles rojas” y luego forjó buena parte de su bienestar en la esclavitud de la población negra que todavía hoy es objeto de discriminación? ¿puede parecer raro que se hable de la limitación de movimientos, como si ésta hubiera tenido alguna vez por sujetos no a los capitales transnacionales sino a los mal ocupados de todo pelo y color que, a su albedrío, buscaran instalarse en el puesto de trabajo que les resultara más conveniente? ¿Puede todo eso provocar sorpresa alguna en quien no haya sido previamente persuadido y envuelto en las redes de los discursos del poder en clave norteamericana?
Sin embargo, tal vez la batalla más interesante y de final incierto es la que habrá de librarse entre el esfuerzo bélico y la integridad del Estado, por una parte, y las celestiales nociones de mercado y “libre empresa” por la otra, en la medida que allí sí se confrontan los dos pilares reales de la organización societal norteamericana. ¿No habrá que subsidiar acaso una parte del negocio de las empresas aseguradoras, las que, al día siguiente del atentado contra las Torres Gemelas, y en lugar de compartir el compungido sollozo de sus compatriotas, se encargaron de advertir respecto a las distorsiones de mercado que estos hechos habrían de provocar en lo inmediato? ¿Cuál será la actitud del Estado respecto a las grandes cadenas televisivas que sufrieron pérdidas multimillonarias el 11 de setiembre, a raíz de que sus emisiones debieron prescindir de las tandas publicitarias para que nadie pudiera asociar la catástrofe con, por ejemplo, la empalagadora alegría de consumir una insípida hamburguesa de Mc Donalds? ¿Cómo se explicarán a la población norteamericana los despidos masivos habidos en las compañías de aviación, más allá de los reclamos de Bush para que los desplazamientos aéreos fueran vueltos a percibir dentro de la más completa normalidad? ¿Cómo compaginar la completa libertad de acción de los bancos con la necesidad del Estado de violar el secreto de las cuentas privadas -personales y empresariales- y mostrar un mayor celo con respecto a movimientos financieros en los que pueda estar llevándose a cabo una operación de blanqueo de dinero en beneficio del “terrorismo”? Sea como sea, las creaciones discursivas que habrá de plantearnos este nivel de contradicciones seguramente se contarán entre las más rebuscadas y pirotécnicas, en tanto ahí se incuban confrontaciones internas a las propias y más relevantes esferas del poder.
Porque, en efecto, estas formaciones discursivas, con sus nociones constitutivas básicas, con su estructura de posibilidades y de clausuras, con su sobrecarga ideológica implícita y muchas veces no reconocida como tal, son tanto una consecuencia del ejercicio del poder y de sus diagramas institucionalizados como una condición de su “legitimidad” y de su sobrevivencia. Es en el seno de estas formaciones que se dibujan el “bien” y el “mal”, que se oficializan como tales y que se admiten su propagación y su admisión en receptores acríticos que devienen víctimas y secuaces a la vez. Todo lo cual no delimita un campo etéreo de manifestaciones fantasmáticas sino que cristaliza en efectos materiales bien concretos que regulan y orientan la vida de una colectividad y, en este caso, también las relaciones entre diferentes sociedades. La guerra, entonces, también se forma en este magma de designaciones, articulaciones y mandatos: su comienzo, su desarrollo y su imprevisible final encuentran a este nivel un campo de batalla que no es posible ignorar.
¿Los Estados... Unidos, jamás serán vencidos?
Si hay un aspecto que llama poderosamente la atención en la actual guerra contra Afganistán ése es el de la virtual unanimidad de la nómina internacional de naciones detrás de la posición de los Estados Unidos; una situación que ya se había insinuado en ocasión de la guerra del Golfo Pérsico contra Irak en 1990-91 y, hasta cierto punto, también en los ataques de la OTAN sobre Yugoslavia en 1998-99, pero que ahora parece contar con ampliaciones inesperadas, como pueden serlo las que resultan de los países islámicos más directamente involucrados en el conflicto. En cada uno de los casos, por supuesto, las explicaciones o justificaciones de los respectivos enfrentamientos bélicos fueron distintas: en la guerra del Golfo Pérsico se trataba de castigar a Irak por apropiarse, al amparo de su superioridad militar, del territorio kuwaití y también de restablecer los límites estatales previos a dicha intervención; en Yugoslavia se trató de poner un punto final a los ataques que los serbios infligían a la población kosovar y consagrar una situación política interna más favorable todavía al desmembramiento de ese país balcánico; y ahora, como se sabe, se trata de imponer una solución definitiva al problema “global” del “terrorismo”. Cada uno de esos conflictos tuvo, sin embargo, un sustrato que aproxima su significación política de fondo y ésta es, sin duda posible, la preservación del orden internacional resultante del fin de la Guerra Fría y el castigo severo y sin límites a quienes promueven alborotos que puedan conmoverlo o amenazan con mantener y/o reclamar privilegios viejos o nuevos que no hayan sido concedidos y previamente refrendados por las grandes concentraciones de poder mundial. Concentraciones de poder mundial que, por mucho que se insista en su homologación, en su tolerancia o en su pasividad, para nada deben confundirse con la Organización de las Naciones Unidas ni con sus organismos (in)competentes, y que tampoco actúan al amparo del “derecho internacional”, sino que, antes bien, lo acomodan, lo interpretan y lo utilizan siempre de acuerdo con sus circunstanciales conveniencias.
La drástica amplitud de la coalición pro-norteamericana -o, si se prefiere “anti-terrorista”- requiere una explicación que resulta ser absolutamente vital de cara a la adopción de orientaciones inmediatas; y esa explicación tal vez deba ser buscada en la actual configuración de las relaciones internacionales. Se ha dicho que el final de la Guerra Fría, la desaparición de la Unión Soviética en 1991 y la concomitante aceleración del proceso de “globalización” [3] acabó con el llamado modelo realista de la diplomacia, imperante desde la paz de Westfalia de 1648 hasta nuestros días. Este modelo supone la existencia de Estados perfectamente bien delimitados, de indiscutible soberanía territorial y poblacional y capaces de vincularse con sus similares a través de la cooperación o del conflicto tanto como de revertir una situación o la otra mediante las decisiones autónomas de los organismos políticos legitimados a esos efectos. En cierto modo, los analistas supusieron tácitamente que la organización internacional propia del colonialismo o la que responde a la formación de las Naciones Unidas y la de los grandes bloques políticos, económicos y militares característica de la Guerra Fría no violentaba decisivamente la arquitectura básica del modelo. [4] Sin embargo, en virtud de la implosión del bloque soviético y la reestructura de las relaciones y estrategias diplomáticas que le sucedió, hoy tiende a creerse que los Estados ven atenuada su capacidad de decisión soberana o su protagonismo o su condición de principio organizador y que tales prerrogativas se trasladan en dirección de algún esquema sustitutivo todavía no suficientemente bien delimitado.
¿Pero qué entidades pueden haber sustituído o estar en vías de sustituir a los Estados, suponiendo que tal cosa sea entera o parcialmente cierta? Una de las respuestas posibles y esgrimida cada vez con mayor frecuencia es que los Estados han sido sustituídos por mercados transnacionales integrados, los que pueden responder tanto a la proximidad geográfica como a la homogeneidad de sus estructuras económicas, sus orientaciones comerciales y sus sistemas políticos; mostrando estos últimos una plena disposición a no interferir con sus ruidos molestos en las transacciones privadas. [5] De tal modo, dichos mercados integrados serían los que presentarían mejores condiciones para captar o retener la mayor parte de los flujos financieros y las inversiones productivas, asegurarían una razonable tasa de ganancia a los capitales privados y verían cómo la sociedad en su conjunto accede a los mayores niveles de bienestar relativo. Las corporaciones se fusionan y se transnacionalizan, adoptan estrategias propias de las economías de escala, impulsan la innovación tecnológica y reducen al mínimo, gracias al estímulo de la competencia, las ineficiencias productivas. Este esquema supone que el mundo pasa a estar habitado por una suerte de ciudadanos universales cuyo modelo de actuación ya no está anclado en atavismos telúricos sino en una lógica enteramente racional, basada en la maximización de los intercambios y que los constituye fundamentalmente como consumidores y contribuyentes. Precisamente, si es que algo quiere decir el término “globalización”, ese algo seguramente alude al proceso de consolidación, avance y mundialización de mercados supraestatales con estas características.
Pero hay una segunda posibilidad de respuesta cuyo eje está constituído ahora por una forma de “soberanía” cuyos principales agentes son las organizaciones interestatales de alcance planetario. Según esta concepción, se habría llegado a un punto del desarrollo histórico en el que no es posible que los Estados particulares puedan continuar guiándose exclusiva o prioritariamente según sus intereses, y ello daría paso a una lógica universal de aplicación imperativa, que estaría inequívocamente expresada por ese conjunto de organizaciones específicas y de perfil temático que desde ya reciben el consenso virtual de todos los países del mundo. Así, por ejemplo, la Organización Mundial de Comercio expresaría las pautas que deberían regir la vida de todos los países en materia de intercambios de bienes y servicios, el Banco Mundial ejercería una suerte de superintendencia sobre los flujos financieros, el Fondo Monetario Internacional determinaría los objetivos y las formas según las cuales deben continuar administrándose los fragmentos estatales sobrevivientes, etc. Pero, además y para la ingenua complacencia de los “socialdemócratas”, tal esquema también permitiría preocuparse de la salud de la población mundial a través de la OMS, de su alimentación con la acción de la FAO, de su educación mediante el ejercicio misional de la UNESCO, de la administración de justicia por parte de la Corte Mundial o de un Tribunal Penal Internacional y de los derechos humanos en general a través de una constelación de organizaciones encargadas de defender y promover sus preceptos. Como es fácil percatarse, el planteo resulta ser la contracara “idealista” del anterior y complementa el surtido de caminos “globalizadores” posibles. [6]
Por último, no falta quien ha sostenido que acontecimientos como los atentados del 11 de setiembre expresan o son el preámbulo del choque de “civilizaciones” y que, de aquí en más, éstas se constituirán como nuevo principio ordenador de las relaciones internacionales. Este modelo parte de la base de que estas antiguas y perdurables entidades supraestatales pueden ser hoy las unidades dinamizadoras de la política internacional y la justificación última de los conflictos que constituyen su libreto básico o sus latencias más obvias. Estas “civilizaciones” estarían organizadas en torno a resistentes y milenarios núcleos religiosos y darían lugar a ocho o nueve agrupamientos diferentes: el cristiano-occidental, el eslavo-ortodoxo, el latinoamericano, el musulmán, el sino-confuciano, el japonés, el hinduísta, el africano sub-sahariano y el budista. [7] Además, en el actual escenario histórico, el modelo supone que hay muy buenas razones para sostener que las contradicciones más agudas y las rispideces más escabrosas están planteadas entre la civilización cristiano-occidental por un lado y las civilizaciones musulmana y chino-confuciana por el otro, en forma alternativa y no necesariamente conjunta. Los Estados y los capitales podrán continuar rivalizando entre sí pero su anclaje estará dado ahora por la procedencia “civilizatoria” de unos y otros, constituyendo ésta el elemento cohesionante y el constructor de sentido por excelencia. De acuerdo a este modelo, daría la impresión que los elementos propiamente “globales” quedan reducidos a intercambios respetuosos y tolerantes pero siempre competitivos y el mundo mantendrá indefinidamente sus discontinuidades y sus heterogeneidades establecidas en torno a las líneas de fractura “civilizatorias”.
Sin embargo, la dinámica real de la política internacional parece no corresponderse enteramente con ninguno de estos modelos y cada uno de ellos se encarga de ocultar a su modo la enmarañada trama de relaciones de poder y dominación que atraviesa el mundo en todas las direcciones concebibles. En esa trama seguiremos encontrando organizaciones estatales, pero también de otros tipos, que cabría reputar -si sólo tomáramos como referencia al Estado- de sub-estatales, supra-estatales, extra-estatales y para-estatales. Ningún reduccionismo teórico y/o metodológico puede dar cuenta enteramente de la situación y resolver de un plumazo cualquier circunstancia concebible a partir de un concepto absoluto que siempre operaría como elemento explicativo en última instancia o como sobredeterminación estructural de la misma. Y esto es así porque ni el movimiento de los capitales ni el nuevo apostolado de los organismos interestatales ni las supuestas esencias “civilizatorias” pueden dar cuenta en todos los casos y en todos los momentos de las tramas concretas de poder que se arremolinan en torno suyo y constituyen sus orígenes, sus condiciones de posibilidad y sus derroteros subsiguientes. Los Estados, por supuesto, tampoco constituyen ese mágico punto omnisciente cuya sola invocación puede resolver sin más trámite los problemas interpretativos puntuales y exonerarnos del esfuerzo específico que en cada escenario haya que favorecer. No obstante, los descuidos, los desatinos o los descréditos teóricos que últimamente rodean sus asuntos, imponen en ellos un enfático trabajo de reubicación que nos permita aproximarnos a la comprensión de situaciones como las que en estos momentos nos plantea la guerra que el mundo ha resuelto librar contra el “terrorismo”. Esa forma históricamente específica y cambiante de organizar la política y de institucionalizar la dominación que es el Estado tiene algunas claves propias de las que seguramente no cabe prescindir a la hora de brindarnos respuestas pertinentes a buena parte de los interrogantes claves de la actual circunstancia.
Las preguntas fundamentales que ahora cabe formularse son más o menos las siguientes: ¿por qué razón países con evidentes intereses estratégicos en Asia Central como pueden serlo Rusia, China o India -que, a su vez, no necesariamente coinciden con los de los Estados Unidos- no sólo no se oponen sino que además apoyan su ofensiva y se exponen a que la potencia central por excelencia realice un avance geopolítico que no le era inmediatamente accesible antes del 11 de setiembre? ¿por qué razón la Organización de la Conferencia Islámica -con sus 57 países miembros- ni siquiera musitó una protesta sino que apenas si se limitó a lamentar la muerte de civiles y a reclamar sin mayor convicción un protagonismo más enérgico por parte de las Naciones Unidas? ¿por qué razón algunos países musulmanes incluso participan, de distintos modos pero activamente, en el conflicto bélico y lo hacen precisamente del lado de quien tiene mayores apetencias en la región y mayores posibilidades de vulnerar o mediatizar sus autonomías y sus márgenes de maniobra locales? ¿por qué razón, tampoco en ninguna otra parte -en Europa, en América Latina, en Oceanía o en Africa- han surgido voces estatales enérgicamente discordantes y en condiciones de contraponer a la ofensiva de Estados Unidos y sus aliados una opción realmente distinta? ¿Por qué razón, los Estados del mundo se han unido a los Estados Unidos?
Naturalmente, hay una respuesta específica y propia de cada Estado, hay razones y motivos particulares que articulan con sus historias, con sus nudos dilemáticos y con sus cálculos concretos para el futuro inmediato. Pero precisamente por ello ¿cómo es posible que tanta diversidad pueda reunirse de golpe y porrazo, nada menos que frente a los clarines de la guerra, y transformarse en esta extraña y “apacible” unanimidad? La historia de las negociaciones políticas entre Estados conoce más de un ejemplo de este comportamiento que parte de la base de que es necesario sacrificar momentáneamente al menos un segmento de los intereses presentes para favorecer la realización de otros que puedan estimarse como más relevantes o más urgentes: el llamado “munichismo” de las potencias “occidentales” frente a la Alemania nazi o el pacto germano-soviético celebrado en el mismo contorno pueden resultar excelentes pistas en dirección a la respuesta que nos queremos dar. Entonces, lo que aquí y ahora parece estar realmente en juego y actuar como punto en el que se dan todas las intersecciones es la necesidad de preservación del orden mundial en vías de construcción desde el final de la Guerra Fría hasta nuestros días: un orden mundial de beneficios asimétricos, de distribución desigualitaria de las capacidades de decisión y de las ganancias monetariamente cuantificables pero en el que cada élite de poder se habrá reservado para su cultivo el jardín de prerrogativas estatales y aptitudes negociadoras que considera al alcance de sus actuales posibilidades históricas sin correr los riesgos de una aventura transformadora y revulsiva que podría conducir a su liquidación como tal. Y en este terreno -que, de ningún modo, excluye a los restantes pero que sí les confiere una significación distinta- no hay ninguna duda que las organizaciones estatales continúan ejerciendo un protagonismo fundamental.
La gran novedad de la política internacional de nuestro tiempo, entonces, es que aquella representación del mundo propia de la Guerra Fría que nos ofrecía un cuadro de enfrentamientos entre Estados [8] parece haber caducado definitivamente o, al menos, encontrarse en una situación de indefinido suspenso. Hoy no parece haber alternativas al orden mundial que puedan ser naturalmente acogidas como parte de la política exterior de ningún Estado en particular; y siempre que ello parezca insinuarse, aun en condiciones de extraordinaria debilidad, esos mismos Estados se exponen a ser considerados como parias de la comunidad internacional y virtualmente a perder su condición de tales. [9] En sentido contrario, aquellos que demuestren tener el respeto y la continencia que el orden mundial reclama, pueden verse beneficiados -al menos cuando las circunstancias provocan un alza en su cotización- con su acceso a la condición estatal, como es el caso actual de la Autoridad Nacional Palestina. Y ello es así porque, por mucho que se pretenda lo contrario, las organizaciones estatales continúan siendo las únicas instancias legítimas de condensación de privilegios establecidos a escala nacional y de su proyección a nivel mundial. Por ejemplo: la acumulación de capital es, obviamente, un proceso de concentración de poder que ha redimensionado en su favor su grado de incidencia en el nuevo orden planetario, pero ello por sí sólo no le confiere legitimidad suficiente para que sus decisiones, sus intereses, sus cálculos o sus estrategias -incluso sin rivalizar con acumulaciones similares- se vuelvan autárquicas y puedan anteponerse sin más a los que se derivan de la organización estatal propiamente dicha y de sus articulaciones. [10] El orden, la estabilidad, la organización de la violencia o su inminencia y la legitimidad de ciertas prerrogativas son las principales condiciones de operación, despliegue y desarrollo del poder institucionalizado y también, por supuesto, del capital; y la forma histórica vigente para la satisfacción de tales menesteres sigue siendo, predominantemente aunque no exclusivamente, la forma estatal.
Esta Santa Alianza de Estados unidos a los Estados Unidos expresa el más fuerte consenso concebible en torno a reglas de juego que nadie está autorizado a desbordar y cuya transgresión más o menos radical, más o menos violenta, corre desde ya el riesgo inmediato de merecer, en el trasiego de los malabares discursivos, el descalificador calificativo de “terrorista”. La guerra en curso, por lo tanto, resulta ser en sus motivos y en su devenir inmediato la confluencia más extraordinaria que se pueda imaginar de las más diversas instancias de concentración de poder en los niveles mundial, regional y nacional, consagradas y legitimadas a través de la forma estatal. El restablecimiento del “orden”, una vez aniquilado el “terrorismo”, permitirá que todos puedan recoger -en una especie de Tratado de Yalta ampliado- su cuota parte del botín, aunque éste no consista en otra cosa que en el mantenimiento de los actuales cuadros de dominación, cualesquiera sean las escalas en que éstos operen. La guerra y el “orden global”, en definitiva, están hoy más que nunca dirigidos a continuar con los mecanismos y estrategias de opresión de los pueblos del mundo, con las operaciones de sojuzgamiento de miles de millones de individuos que nada tienen para ganar en un enfrentamiento que ni provocaron ni les concierne. Frente a esta cruda e implacable realidad, cabe preguntarse una vez más: ¿los Estados, unidos, jamás serán vencidos?
El retorno de los poetas
Ha llegado el momento de reencontrarnos con Algor-Saramago para hacerle la triste confidencia de que todos junto a él hemos descubierto nuestras propias cavernas y hemos intuído a muy breve distancia de nuestras vidas la desaparición y la muerte inminentes que nos aguardan; aun cuando sólo se tratara de la extinción y la agonía de nuestra dignidad personal, de nuestro orgullo colectivo y de nuestra capacidad de seguir palpitando junto al mundo que nos rodea. El Centro Comercial se ha vuelto ahora un campo de batalla planetario que, al igual que el suyo, todo lo absorbe y todo lo marchita en un estruendo bélico, cruel y devastador como todas las guerras, que parece querer alimentarse y abonar la tierra casi exclusivamente con los cuerpos exánimes de quienes son “combatientes” sólo contra su voluntad. [11] Pero nuestro Centro no nos ofrece en este caso escapatoria alguna -quizás no queremos disfrutarla, quizás ni siquiera valga la pena- y ya no tenemos la posibilidad de dejar frente a nuestros abandonados hornos de ceramista aquella misma milicia de estatuillas encargada de ocupar nuestro lugar. El Centro es centro y periferia y sus prolongaciones tentaculares están, ominosas y amenazantes, en nuestra más próxima vecindad. Nuestra resistencia ya no admite alegorías, metáforas ni hipérboles y sólo nos está reservada la frontalidad de un discurso que reconozca inmediatamente a sus interlocutores y a aquellos enemigos, locuaces pero sordos, con los que está obligado a confrontar. Aun así, habrá que convocar a los poetas, que despojados ahora de los brillos formales no querrán, no obstante, arrojar por la borda sus ideas básicas ni sus sueños más queridos. Porque frente a esta locura disparada en estampida por todos los confines del orbe, frente a esta voluntad devoradora que sólo quiere profundizar y densificar su dominio, frente a esta cuadriculación de impronta carcelaria que pretende reducir todavía más el espacio de nuestro encierro, frente a este mediocre posibilismo al uso que sólo concibe como realista la rendición o la negociación con el crimen organizado, sólo cabe apelar al conmovedor estremecimiento de una política revolucionaria vuelta poesía que plasme y realice en sus versos el intransigente lenguaje de la libertad.
Frente a tarea de tamaña envergadura, no deja de ser un alivio -muy menor, por cierto, cotejado con el resto de las circunstancias agravantes- la desaparición o al menos la pérdida de predicamento de aquel lineamiento estratégico que hasta hace bien poco enturbió las aguas de la reflexión de los movimientos populares y que consistía en cifrar todas las expectativas de avance en la acumulación de fuerzas, a escala nacional e internacional, contra lo que daba en llamarse y reconocerse como “enemigo principal”. Esa estrategia, que en los hechos se expresó durante décadas bajo la forma de un anti-imperialismo vulgar, se fundaba en la convicción teórica de que la construcción socialista estaba aproximadamente garantizada en la misma medida en que se operaban por etapas un conjunto de transformaciones productivas o de modificaciones en la correlación de fuerzas a nivel mundial que por sí solas habrían de poner en cuestión las relaciones de tipo capitalista. Así fue que, en un pasado no muy lejano, desde las propias tiendas de cierta izquierda revolucionaria -por no mencionar a los Partidos Comunistas pro-soviéticos sabiamente distribuidos por el mundo- se alentó el compromiso y hasta la pérdida de autonomía de los movimientos populares con los autoritarismos más diversos y más burdos, siempre y cuando los mismos supieran situar sus apetencias y sus despliegues en contradicción con los intereses estratégicos universales de los Estados Unidos o de las potencias coloniales de turno. [12] En nuestro asunto, por lo tanto, sólo cabría especular que la tal estrategia se expresara hoy en un entusiasta apoyo a Osama Bin Laden, Al Qaeda, el Mulah Omar y sus talibanes, erigidos en bastión anti-imperialista y en indirecta, inconciente e involuntaria avanzadilla del porvenir socialista. Nada de eso cabrá esperar, sin embargo, y afortunadamente el carácter que parece ir tomando la oposición al nuevo orden mundial está elaborando desde ya sobre ejes diferentes que nada tienen que ver con mesianismos trasnochados ni con guerras santas entre las grandes concentraciones de poder y quienes sólo tienen por horizonte un inconfundible aroma de competencia y sustitución.
En esta guerra, ni unos ni otros son capaces de convocar nuestras emociones y nuestras simpatías, y violentando los principios de la lógica formal sólo cabe optar anti-aristótelicamente por los terceros excluídos, por aquellas alteridades que quieren seguir librando su propia batalla y que, por eso, corren el riesgo de someterse a todas las persecuciones y vejámenes, descubriendo el peligro de quedar rápidamente encuadrados en el campo del “terrorismo” o en el bando de los “infieles”. Y debemos hacerlo no porque unos y otros sean iguales e igualmente poderosos, [13] sino porque queremos optar por nosotros mismos, porque deseamos seguir transitando esta empinada cuesta nuestra, pequeña pero autónoma, sabiendo que en ello nos va la libertad y una vida que valga la pena ser vivida. Se trata, por lo tanto, de rescatar una independencia política que en modo alguno debe confundirse con indiferencias pusilánimes ni con hipotéticas neutralidades. Esa independencia, esa autonomía, implica la configuración de un campo de batalla propio que en nada se parece a un cómodo retiro espiritual desde el cual pontificar sobre los panes y los peces de un futuro que así se tornará cada vez más lejano. Antes que eso, lo que la situación nos impone es el despliegue de un surtido inacabable de acciones militantes de estirpe anti-bélica a lo largo y a lo ancho del planeta. Acciones que ya han comenzado y que no pueden perder fuerza, so pena de que las movilizaciones “globales” que arreciaron en los últimos dos años pierdan indefinidamente la iniciativa opositora al nuevo orden mundial que han sabido demostrar.
Porque, en efecto, una de las desgracias adicionales que ha aparejado la guerra fue la de detener, debilitar, mediatizar y ubicar en segundo plano las iniciativas de acción del movimiento anti-globalizador que llegaran a una de sus culminaciones en Génova, el pasado mes de julio. Por lo pronto, las concentraciones programadas para fines de setiembre en Washington, en ocasión de la reunión del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional no sólo contaron con una concurrencia varias veces inferior a la prevista inicialmente sino que incluso la menguada movilización, que de todos modos se realizó, debió modificar apresuradamente los ejes de la convocatoria, perdiendo así buena parte del impacto y la claridad ideológica que en la circunstancia anterior a los atentados hubieran estado fuertemente garantizados. En este caso, particularmente sintomática fue la declaración de grupos como el Movimiento por la Justicia Global que, al renunciar a la convocatoria de la movilización alegó que ello se hacía no porque los organismos mencionados hubieran modificado sus políticas y gozaran ahora de una inesperada simpatía, sino porque era imprescindible mantener en esos momentos una “actitud de respeto hacia las víctimas y sus deudos”. De tal modo, los atentados comenzaban a poner ya de manifiesto algunos de sus efectos perversos indirectos -además de lo que en sí mismos representaron-, no sólo menguando las disposiciones de combate de ciertos sectores que forman parte del movimiento anti-globalizador sino también aportándole excelentes y casuales excusas a los afanes represivos estatales. Tales dispositivos de “seguridad” ahora pasaban a contar, llovidas del cielo, con las coartadas necesarias para arremeter contra todo aquello que se interpusiera con los esfuerzos bélicos “anti-terroristas” y pusiera en duda esta reciente ola de celo patriótico y “democrático”. Esta es la nueva y desgraciada situación que desde ya se hace necesario comenzar a pensar y a revertir. [14]
¿Por dónde empezar, entonces? Sin duda, por la guerra misma, en tanto ésta representa la más cruenta interposición imaginable entre, por un lado, las recientes movilizaciones anti-estatales y anti-capitalistas y, por el otro, los caminos de desguace del nuevo orden mundial propiamente dicho. Más aún: la guerra es no sólo una interposición sino el orden mismo manifestándose en todo su esplendor y echando mano a uno de sus recursos más drásticos y a lo que es y será su apelación preferida en toda situación que pueda llegar a rozar extremos amenazantes para su integridad. Oponerse radicalmente a la guerra desde una rotunda y contundente posición anti-belicista genérica y de principios es, por lo tanto, oponerse de por sí a muchos de los núcleos constitutivos del actual esquema de poder y dominación e impugnarlos en sus propios procesos de formación y despliegue. Porque, en definitiva, la destrucción, el horror y la muerte nacen allí donde detonan y se consolidan procesos institucionalizados de concentración del poder, más allá de una cierta masa crítica poblacional y territorial. Es en el momento en que ese poder se autonomiza de sus orígenes que genera una incontrolable lógica interna y pasa a concebirse y presentarse como instancia secular de lo sacro, rodeándose de una aureola impermeable a toda profanación y definiendo para sí y para sus súbditos una misión histórica de perpetuación y obediencia. Será una lógica de inclusiones y exclusiones, de la cual la delimitación del “bien” y el “mal” constituye un producto privilegiado; será el despliegue de la razón de Estado y de un sentimiento nacional con tufillos “globalizadores”, definiendo el “adentro” y el “afuera”, a los amigos y a los enemigos; una lógica que antiguamente y según el modelo “westfaliano” disponía territorios y poblaciones sometidos a jurisdicción propia y ajena y que hoy pretende extenderse ilimitadamente sobre todo el orbe. Para ello, habrá de articularse sobre una concepción belicista del mundo y de la historia: la maquinaria militar-industrial pensándose a sí misma como reducto de una integridad etérea -sistemáticamente más allá de la escala humana-, como baluarte de la “defensa” estratégica y como requisito instrumental de las operaciones de “mantenimiento”, expansión y conquista.
Oponerse a la guerra, por lo tanto, no es algo que pueda reducirse a un reclamo pacifista convencional o conformarse con los armisticios o ceses del fuego a que nos tienen acostumbrados los esfuerzos diplomáticos mediadores de rutina al estilo de las jerarquías vaticanas: oponerse radicalmente a la guerra quiere decir que habrá que atacar el problema en sus estructuras subyacentes; entre las cuales, en primerísimo término, se encuentra precisamente el desarrollo de una maquinaria militar-industrial absolutamente insoportable. Puede parecer loco, lírico y utópico pero hoy no se puede menos que sostener un anti-militarismo intransigente y hurgar dónde sea y cómo sea por el debilitamiento consistente de los sustratos guerreros dispersos cancerosamente por el mundo. ¿O es que acaso se prefiere ese realismo que consiste en tolerar la existencia de bases norteamericanas por doquier? ¿Es que puede concebirse un mundo vivible mientras la capacidad destructiva disponible en ojivas nucleares -y no sólo por parte de los Estados Unidos- sea suficiente para hacer estallar el planeta y reducirlo a cenizas cósmicas no una sino diez veces? ¿Cuánto tiempo más habrá que padecer la presencia de tropas y armamentos de la potencia central que desde el Océano Índico amenazan cualquier conato autonómico de los países musulmanes? ¿Habrá que dejar eternamente intacta la más importante fuerza terrorista de disuasión que es la OTAN, con sus posibilidades en logística y efectivos para intervenir en el lugar que se propongan y siempre con el objeto de mantener la hegemonía imperturbable de los países que la integran? Y, más radical y profundamente todavía, en una escala ahora aplicable a cualquier país; ¿tendremos que seguir conviviendo -conmuriendo, convegetando- con esas estructuras uniformadas que muchas veces se nutren incluso del reclutamiento compulsivo, sustentadas en el ejercicio permanente del mando y la obediencia, en la regimentación de cuerpos y conciencias, en la fuerza bruta desatada, en las amenazas contínuas, en las virtualidades de devastación y muerte? ¡No, evidentemente no! Frente al militarismo y sus secuelas sólo cabe el realismo de los poetas, que consiste, ahora más que nunca, en exigir lo imposible.
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[1Repárese, en caso de no existir convencimiento respecto a esta opinión, en la red de espionaje y violación de comunicaciones privadas conocida como Echelon, auspiciada por los Estados Unidos y ampliada con la colaboración de Canadá, Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelandia.

[2En este momento es particularmente interesante recordar que el término español “linchamiento” tiene su origen en el juez George Lynch, quien supo dictar cátedra de juicios sumarísimos en el Estado de Virginia en el siglo XVIII. Ni qué decir, además, que en la reseña del magisterio judicial norteamericano habría que incluir episodios tan notorios como el que involucró en su momento a los mártires de Chicago o a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti e involucra en estos precisos instantes, al periodista Mumia Abu Jamal.

[3Mencionar aquí al proceso llamado de “globalización”, y hacerlo de ese modo, no implica un acuerdo teórico de nuestra parte sino una concesión a los usos de moda. Estamos persuadidos que el concepto de “globalización” es equívoco y ha cumplido hasta ahora una función propagandística al servicio de los centros predominantes de producción ideológica. De cualquier manera, es obvio que no disponemos a la fecha de un concepto alternativo sólido con el cual referirnos a los procesos actualmente en curso en el escenario mundial. Por otra parte, hasta quienes se oponen a dichos procesos han tomado a la "globalización” como referencia y se reconocen a sí mismos como movimiento anti-globalizador; del que, por supuesto, nos sentimos formando parte, aun pese a las diferencias conceptuales que desde ya quedan planteadas.

[4Como se apreciará fácilmente, el modelo no puede negar en absoluto su estirpe y sus raíces europeas, pues la autonomía política a la que se remite es aquella que acompaña el proceso de surgimiento y consolidación de los Estados nacionales del Viejo Continente.

[5La Unión Europea, el NAFTA y el Mercosur son buenos ejemplos de bloques regionales, independientemente del éxito o los grados de avance que cada uno de ellos haya podido procesar. Mientras tanto, puede decirse que la cláusula recurrente de “nación más favorecida” es uno de los mecanismos diplomáticos a través de los cuales se acostumbra procesar algún tipo de integración “ultramarina” de los mercados correspondientes. Un planteo aproximadamente similar a éste es el que hoy sostiene, por ejemplo, la Heritage Fundation -un think tank vinculado a George W. Bush- que propone avanzar hacia un mercado mundial integrado a partir de aquellos países con mayor similitud en la reducción del Estado y en sus políticas económicas; muy particularmente, cuando las mismas apuntan a un grado superior de realización en materia de apertura comercial.

[6Claro está que, en muchos aspectos, este nuevo modelo no es más que un complemento “progresista” del anterior, a tal punto que muchas de las susodichas organizaciones interestatales no son más que los vectores “neutrales” de trabajo en dirección de ese ideal etéreo y deletéreo que hasta ahora ha sido el mercado universal. Las tres organizaciones mencionadas en primer lugar -la OMC, el FMI y el BM- son claros ejemplos de ello, mientras se admite que un heterogéneo cardumen de ONGs se inserten en el esquema como contrapeso moderador de sus consecuencias extremas. En cierto sentido, puede decirse que la llamada “tercera vía” es la elaboración más acabada de este modelo. Para una fundamentación, véase, por ejemplo, David Held; La democracia y el orden global, Ediciones Paidós, Barcelona, 1997.

[7Tanto el redondeo más reconocido del modelo como la enumeración de las “civilizaciones” que lo compondrían son obra y gracia del analista político estadounidense Samuel Huntington y es posible encontrar su exposición más detenida en el libro de su autoría al que hemos hecho mención más arriba. La expresión “ocho o nueve agrupamientos” pertenece al propio Huntington, pues él mismo duda que el budista pueda ser considerado enteramente como tal. En cuanto al agrupamiento latinoamericano, Huntington lo justifica a partir de las especificidades de las culturas autóctonas precolombinas y su influencia sobre el telón de fondo de la cosmovisión cristiana propiamente dicha.

[8El conflicto entre Estados, por supuesto, no sólo oponía a las trincheras del mundo “occidental y cristiano” con el bloque soviético sino que también comprometía en los escarceos por modificar los cuadros hegemónicos a nivel mundial a aquellos países a los que tradicionalmente se consideró como “no alineados”, que habitualmente resultaban ser el principal teatro de operaciones.

[9Según la inagotable y hemorrágica creatividad del Departamento de Estado de los Estados Unidos, siete serían los países ubicados en esa indeseable condición: cinco musulmanes -Irak, Irán, Siria, Libia y Sudán- y dos “comunistas” -Cuba y Corea del Norte. Como dato curioso, debe destacarse que, al momento de una elaboración de tanta enjundia teórica cuanto lo es la que delata la enumeración precedente, Afganistán no integraba el index, aunque seguramente se encontraba ya en lista de espera.

[10Esta afirmación tiene, sin duda, un conjunto de implicancias teóricas que no queremos dejar pasar por alto. El pensamiento anarquista ha tenido, ya desde los tiempos de la Primera Internacional, una ambigüedad notoria respecto al materialismo histórico de raíz marxista. Tal cosa se consumó extraviando las necesidades de un perfil teórico propio ya sea en la forma de un idealismo farragoso o bien descuidando una elaboración específica y repitiendo más o menos inconcientemente las fórmulas de Marx, aunque insertas en una prédica antiautoritaria que, de tal modo, perdía parte de su coherencia. Sin embargo, aunque inconclusas, las ideas de Bakunin ya ofrecían un camino de solución que hoy, reformulado y actualizado, cabría concebir como un “materialismo histórico” centrado en las nociones de poder y dominación; un desarrollo que, por cierto, no podremos ni siquiera rozar aquí.

[11¡Extraña guerra ésta, en efecto, en la cual más del 90% de los muertos que ya ha provocado desde el 11 de setiembre al día de hoy no eran otra cosa que civiles inocentes y al margen de la contienda! Cuando se dice que estamos regresando a la Edad Media debería tenerse en cuenta que los enfrentamientos bélicos medievales comprometían predominantemente el cuerpo de los guerreros y no sólo el de las víctimas y, en tal sentido, eran esencialmente más caballerescos que las conflagraciones contemporáneas. Y en este último sentido -¡por supuesto que sí!- los kamikazes islamistas gozan de una credibilidad ética a la que los generales del Pentágono ni siquiera se asoman.

[12Las idas y vueltas de la izquierda argentina son, en este sentido, un ejemplo proverbial. Así es que encontraremos al menos a algunos de sus sectores embarcados en 1946 junto a la embajada norteamericana en contra del peronismo -en ese entonces, los Estados Unidos todavía no eran el “enemigo principal” sino que la política de acumulación de fuerzas se expresaba a través del demorado anti-fascismo de los Frentes Populares al estilo Dimitrov-; luego, en 1973, los veremos alinearse con el peronismo para ser, ahora sí, decididamente anti-imperialistas; por último, volveremos a encontrarlos en 1982 apoyando a regañadientes y no tanto a los elencos dictatoriales castrenses, en tanto se tratara de recuperar las Islas Malvinas de las garras británicas. En cada uno de esos casos, la autonomía del movimiento popular fue siempre el sacrificio privilegiado.

[13¿Habrá realmente alguien al que haya que aclararle a esta altura de nuestras reflexiones que nos resulta absolutamente evidente que los Estados Unidos, en tanto potencia central, condicionan mucho más las opresiones habidas y por haber que el misérrimo Afganistán? Aún así: ¿habrá realmente alguien que sea capaz de avizorar la justicia social al final del túnel talibán?

[14Debe quedar claro, aunque ya haya sido insinuado, que la nueva situación no sólo tiene sus inconvenientes desde el punto de vista de la represión que pueda desatarse contra las acciones del movimiento anti-globalizador. En los hechos, ese riesgo ya estaba planteado con anterioridad: el problema nuevo ahora -otra de las consecuencias negativas del enroque fatal- es que la corriente de simpatías que pudieran estar generando las movlizaciones “globales” se interrumpa y se mediatice detrás de las brumas patrioteras y “anti-terroristas”.