MÉNDEZ, Nelson y VALLOTA, Alfredo. "Socialismo libertario: una propuesta para el s. XXI" (2)

utopíaanarquismo / anarquíapolíticaAmérica latina.- Historia del anarquismo autonomíaVénézuéla

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Aclarando dudas, respondiendo objeciones
Una descalificación típica entre quienes tienen algún conocimiento de los principios libertarios, es sostener que el anarquismo es una bella quimera intelectual, una idea hermosa, pero impracticable, adoptando así una posición realista, práctica, que juzga el debe ser desde lo que es, lo que ya Hume (1977) señaló como una crítica inadecuada. Pero la descalificación es curiosa en otro sentido, porque el movimiento ácrata no surgió de teóricos encerrados en torres de marfil sino directamente de la lucha por la supervivencia de gente oprimida común y corriente, y tiene un largo recorrido histórico que lo prueba. La anarquía siempre ha sido intensamente práctica en sus pretensiones y en su forma de hacer las cosas, como lo ha mostrado en las ocasiones en que logró alcanzar algún éxito, a veces con preponderancia, a veces parcialmente. Más aún, el carácter del socialismo libertario se mantiene igual y, entre los anarquistas, las opiniones valen por sí y no por la jerarquía, cargo, poder del que las emite. Por eso, la libertad para opinar, para determinar fines y medios, los términos igualitarios en que su voz es considerada, la autonomía de su pensamiento, impone a todos y cada uno de los anarquistas la responsabilidad intelectual y moral de las ideas que sustentan y someten a la discusión en el seno de un colectivo.

No entraremos aquí en un detallado análisis de tal objeción, pero basta asomar algo: si en verdad el anarquismo fuera tan inviable, ¿Por qué tanto empeño por parte del Estado, representante máximo de las fuerzas opresoras, sea seudo-demócrata liberal, fascista, comunista o religioso, en destruirlo?, ¿por qué tanto esfuerzo especulativo de sus adversarios del pasado y el presente para refutar un ideal que se supone absurdo de principio a fin? Ningún integrante de los grupos que se han mostrado tan eficientes en dominar voluntades gastaría esfuerzo luchando por siglos contra un enemigo cuyas propuestas no tuvieran posibilidad de materializarse. Pero sucede que, en las oportunidades que se concretaron sociedades anarquistas, quedó bien expuesto que el anarquismo desarrolla, y exitosamente, lo que su voz anuncia, libertad, igualdad y solidaridad, aún cuando se esté en las peores condiciones materiales.
Cuando se plantea la autogestión y el autogobierno, suprimiendo las actuales estructuras de poder simbolizadas y llevadas a su más alto grado en el Estado, surgen innumerables preguntas referidas a la manera en que se podría organizar una sociedad sin ese ogro filantrópico al que tan acostumbrados estamos. ¿Cómo es posible vivir sin el orden que el Estado impone? Reiteremos que anarquismo no significa caos o desorden, ausencia de organización. En cambio quiere decir que el orden debe surgir de las exigencias de la vida misma, de los imperativos que impone así como de los deseos y esperanzas de cada uno y del colectivo que integramos. De ninguna manera debemos aceptar como única posibilidad una organización impuesta por fuerzas exteriores a la sociedad toda, o que ambicionan fines sectoriales, parciales, como los intereses de un grupo particular (religioso, racial, militar, político o económico), la persecución del lucro o el afán de poder de algunos individuos o grupos de individuos. El socialismo libertario tiene bien claro que la libertad no es hija del desorden, sino madre del orden.
En consecuencia, al mismo tiempo que rechaza al poder, el anarquismo reconoce la autoridad derivada de las peculiares habilidades de cada uno. El habitante común de la ciudad es inferior al campesino en el conocimiento de la agricultura, así como el enfermo tampoco supera al saber del médico en su especialidad, ni el empleado de comercio al ingeniero civil en el diseño de un puente. Pero esta autoridad es siempre restringida, limitada, ya que tanto puede entender el médico de enfermedades como ignorar de la siembra lo que sabe el campesino por lo que, fundado en un saber particular nadie puede pretender un dominio total sobre todos los otros miembros de la sociedad, ni aspirar a una posición de privilegio permanente. Precisamente el Estado, como poder total, ajeno a las cualidades de sus integrantes y a las necesidades puntuales que pudieran satisfacer, es el que consolida los privilegios de unos sobre otros independientemente de méritos y necesidades.
En la vida cotidiana hay muchos ejemplos de que la organización es perfectamente compatible con la ausencia de un poder central que someta a los demás, como sucede con el Estado. ¿No se organizan acaso las líneas aéreas, o de trenes, o marítimas, en viajes multinacionales, sin que ninguna de ellas pierda su autonomía y sin necesidad de que haya una de ellas que domine a todas las otras? Basta para conseguirlo la coordinación de entes autónomos en pro del beneficio de todos, cediendo las instalaciones, servicios, etc., de una en beneficio de otra a cambio de similares beneficios que recibe de ella, y así entre todas. Si lo pueden lograr enormes empresas lanzadas a feroces competencias de mercado y que sólo persiguen las ganancias, bien lo pueden hacer otras instituciones, y con más razón los individuos, que tienen una gama más amplia de intereses comunes y son naturalmente sociables.
¿Tienen los anarquistas algún sistema económico que impulsan? En esto, como en tantas otras cuestiones, el anarquismo no defiende ningún modelo en particular, sino que aspira a que los miembros de un colectivo, en forma libre, seleccionen la organización económica que más los favorece en vista de sus intereses particulares y colectivos. Pero, viendo la historia del movimiento ácrata, no es casualidad que se haya asumido ampliamente la identificación como socialismo libertario, pues siempre han llamado la atención de los anarquistas el mutualismo, el colectivismo y hasta formas del comunismo.
El mutualismo niega la propiedad pero acepta la posesión de uso, incluso la personal, partiendo de que la posesión surge del trabajo. La base del intercambio está en la asociación de consumidores y productores, con un precio derivado del costo de producción y suprimiendo el lucro. El colectivismo tiene como lema De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus méritos. Sostiene la propiedad colectiva de los instrumentos de producción, pero el fruto del trabajo debe distribuirse en proporción al trabajo y a su calidad, con lo que se mantiene un tipo diferenciado de salarios. El comunismo anarquista tiene como lema De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades, con lo que se suprime el salario diferencial, los medios de producción son comunes y la distribución se hace en función de las necesidades. A estas tendencias ha querido sumarse en años recientes una corriente anarco-capitalista, difundida particularmente en Estados Unidos, enemiga del poder estatal en tanto defensora a ultranza de la libre empresa y el mercado. La pretensión de asumirse como anarquista suele ser objetada por las demás corrientes, en especial por las diferencias que existen entre el modo en que vive la mayoría de los habitantes de la mayor potencia contemporánea y las desventajas que el mercado capitalista acarrea en los países donde ejerce su expoliación a plenitud. Para más precisiones en la crítica socialista libertaria al anarco-capitalismo o libertarianismo, véase la opinión de Noam Chomsky (1993).
Esta breve presentación es suficiente para dejar entrever que las discusiones entre los anarquistas acerca de las ventajas de estos modelos económicos, y de otros posibles, son parte importante de lo imaginable de para nueva sociedad, en cuya construcción no hay prejuicios acerca de la manera en que puede organizarse sino que se debe debatir libre y colectivamente las posibles soluciones, calibrando ventajas y desventajas, sin respuestas preconcebidas ni originadas desde un saber autoproclamado como superior.
A menudo surge la pregunta de cómo una sociedad libertaria trataría a los delincuentes violentos. ¿Quién los pararía sin un Estado que esté a cargo del control policial? Comencemos apuntando que una parte de los asesinatos y otros crímenes violentos son originados en desordenes mentales o pasiones individuales extremas, por lo que ni la policía ni nadie los puede prevenir. Es factible esperar, sin embargo, que en una sociedad menos frustrante y que se ordene con más cordura no habrá tantos delitos de este tipo, como se puede constatar estudiando lo sucedido en modelos de organización no estatal. Los demás asesinatos, y la mayor parte de las otras ofensas, derivan de la existencia de propiedad privada en gran escala por lo que, si la forma dominante de propiedad fuese la colectiva, con muchas menos disparidades económicas, desaparecería un motivo importante de la delincuencia contra personas y bienes. La historia muestra que los grandes ciclos de aumento de criminalidad se producen en situaciones de grandes desigualdades socio-económicas, mientras que la violencia y los asaltos disminuyen en épocas de una distribución más igualitaria de la riqueza. Resulta gracioso escuchar a los dirigentes de gobiernos latinoamericanos buscando asesoramiento policial en el Norte para la lucha contra la delincuencia cuando, en Canadá por ejemplo, no hay casi desocupación y el salario mínimo es 6 veces mayor que el de Venezuela, país donde la mitad de la fuerza laboral está desempleada o en ocupación precaria, sin protección social de ningún tipo, y con una de las distribuciones de riqueza más desiguales del planeta, a pesar de vivir en revolución autoproclamada socialista hace casi 10 años. Es fácil entonces imaginar las razones por las que en el 3er. Mundo se vive una situación de auge de los delitos contra las personas y, en su gran mayoría, contra la población de menores recursos, aunque sean los crímenes contra los poderosos los que recoge la prensa. Se trata de la lógica consecuencia de la acción del poder que exprime hasta un grado máximo la capacidad de la gente de soportar la injusticia. Finalmente, un elemento determinante en la disminución del delito es la educación, especialmente en una sociedad que haga de la libertad, la igualdad y la solidaridad el verdadero centro de la vida individual y colectiva, haciendo de la colaboración de cada uno en la vida colectiva autogestionaria un hecho natural, participativo y autónomo. Algo que muy difícil de alcanza mientras haya un Estado que se funda, precisamente, en la no participación y en la delegación de poderes.
Por supuesto que las comunidades necesitan algún medio para tratar a aquellos individuos que perjudiquen a los demás. En lugar de varios miles de policías profesionales, la mejor solución es a través de la organización comunal de la protección mutua. Quienes gobiernan proclaman que las fuerzas de seguridad (oficiales y privadas) existen para defendernos a los unos de los otros, cuando sabemos que en realidad sólo les interesa que puedan protegerlos a ellos, a su propiedad y a su poder sobre nosotros. Además, son instituciones condicionadas para responder a la violencia con más violencia, con lo que se genera un círculo vicioso que sólo beneficia al Estado policial y a los delincuentes, que juntos se hacen así dueños de las ciudades. Por otra parte, ya son numerosos los intentos de asumir la protección independientemente de la policía, y sobre ellos los agentes del Estado ejercen fuertes presiones para controlarlos y evitar que la población tome conciencia de que no necesita uniformados para salvaguardar sus vidas e intereses.
Las cárceles son un fracaso a la hora de mejorar, reformar o disuadir a los infractores y operan solamente en el aspecto que mejor sabe hacer el Estado, reprimir. Los vecinos de una comunidad, conociendo las circunstancias personales de cada cual, aportarían soluciones mejores y más adecuadas tanto para la víctima como para el acusado. Por otra parte, el actual sistema penal es uno de los principales responsables de la promoción del comportamiento delictivo. Los reos que cumplen una condena más o menos larga, a menudo se convierten en seres inadaptados para la convivencia fuera de las rejas. ¿Cómo puede imaginarse que encerrar a una persona, a cargo de otras de un carácter tan antisocial como ella misma (pues así suelen ser los carceleros), va a desarrollar un modelo de comportamiento responsable y sensato? ¿Cómo pensar que se logrará ese comportamiento tras pasar por el infierno de las prisiones en Venezuela o tantos otros países? Naturalmente, ocurre todo lo contrario y la mayoría de los presos reinciden y con un grado mayor de agresividad.
Pero aún así, puede que nos encontremos con individuos que cometan delitos en la sociedad libertaria, individuos que pese a que se extremen las medidas de rehabilitación, sea imposible reincorporarlos a la sociedad. En tales casos, de una sociopatía manifiesta e insuperable, la sociedad tiene el derecho a protegerse expulsando al individuo de su seno, no por venganza o castigo, sino como reconocimiento a una relación sin posibilidades, que de mantenerse pone en peligro a los demás integrantes. Esto quizás sea considerado un castigo que despierta sonrisas, pero queremos mencionar un par de casos para mostrar su fuerza. Entre los griegos del período clásico, el exilio de la propia comunidad era considerado la peor pena y Sócrates, condenado y ante la opción, prefirió la muerte. Por otra parte, sabemos que si alguien es sancionado por incumplir los pagos de una tarjeta de crédito o librar un cheque sin fondo, el inculpado pierde la posibilidad de utilizar ese medio de pago tan usado hoy en día, puesto que ninguna otra institución le abre crédito o le permite operar con cuentas, por lo que se cuida de hacerlo regularmente. No es pequeña pena ser exilado, y mucho menos si se es en forma ignominiosa, sea de donde sea. La única condición que requiere es la obligación de todos en cumplirla sin excusas, por lo que, para ser efectiva, requiere un cambio tanto en los que castigan como en los castigados. Más consideraciones sobre los puntos de vista libertarios referidos a penalización y criminalidad se encontrarán en Cruz Negra Anarquista Venezuela (2007) y en Círculo Oculto y otros (2007)-.
Otra de las preguntas con las que se ha tenido enfrentar el anarquismo durante años es: ¿Quién haría todo el trabajo sucio, el trabajo duro que nadie quiere hacer? También se plantea la duda de ¿qué pasaría con aquél que se negara a trabajar? Para responder debemos tener claro que las personas necesitan trabajar, precisan hacer algo. La gente tiene una verdadera urgencia creativa que se expresa en realizar alguna labor. Basta atender a lo mal que nos sentimos cuando no tenemos trabajo o fijarse como nos pasamos horas arreglando un automóvil, cuidando un jardín, confeccionando una prenda de vestir, haciendo música. Todas estas tareas pueden ser muy entretenidas, sólo que a menudo se las considera aficiones más que auténticas actividades laborales. El punto está en que nos han enseñado a calificar el trabajo como tormento que es irremediable aguantar, pues lo hemos desligado de la satisfacción de necesidades reales para convertirlo en un medio de enriquecimiento de los capitalistas y dominadores.
En la sociedad actual el trabajo es efectivamente un tormento, y lo rechazamos porque está estrechamente relacionado con un sentimiento de injusticia y explotación. En tales condiciones el trabajo es poco gratificante, pero no toda labor lo es como pretenden inculcarnos y así impedir que podamos ser libres para elegir incluso aquello que nos es más propio, nuestro oficio. No se trata de que seamos holgazanes por naturaleza sino que aborrecemos que nos traten como si fuéramos máquinas, obligados a hacer una labor en su mayor parte desprovista de cualquier relación con lo que somos, o con la satisfacción de alguna necesidad colectiva, sin justas evaluaciones y para satisfacer intereses económicos ajenos. El trabajo no tiene por qué ser así y, si estuviera administrado por la gente que lo desempeña, desde luego no lo sería. Fácil es ver que en una sociedad libre nunca van a faltar voluntarios para hacer un tipo de tarea u otro, en especial si esta diferencia de ocupaciones no se acompaña de una impertinente jerarquización de ingresos o de valoración social. Por supuesto hay faenas desagradables que es necesario ejecutar, y hay pocas formas de hacer que la recolección de basura sea una actividad divertida. Pero estos problemas no son tantos ni son tan graves y, en última instancia, una comunidad puede resolver el punto conviniendo en que todos sus miembros compartan lo que es una labor ingrata o con alguna otra solución equitativa, especialmente cuando hoy existe cada vez más disponibilidad técnica para resolver estas dificultades. Sin contar que la diversidad humana hace que lo que parece desagradable a uno, no lo sea para otro.
Cuestión importante es señalar al desempleo como un problema creado por el capitalismo. En un mundo más justo no existiría. Si hubiera un exceso de mano de obra, en especial gracias al desarrollo tecnológico, la solución no es la actual en que algunos trabajan mucho y otros nada, favoreciendo así la disminución del salario. En una sociedad en la que el trabajo es el modo de generación de riqueza, lo más conveniente es que todos trabajen, pero que trabajen menos horas haciendo posible que se disfruten con equidad los beneficios. Si nos deshiciéramos de la explotadora clase dominante y su inflexible apremio por aumentar la rentabilidad de sus inversiones, nos libraríamos de la mayor parte de la presión económica que impone a algunos largas jornadas con bajas retribuciones, mientras lleva a otros a la desocupación. En el sistema vigente, esto es grave para los dominados porque el trabajo es hoy el mecanismo, muchas veces arbitrario e injusto, de distribución de bienes, por lo que hay millones de desocupados que nada reciben. Quizás haya en el mundo países con seguros de desempleo que aplacan el problema, pero en Latinoamérica brillan por su ausencia o son un chiste irónico, por lo que desocupación es sinónimo de miseria.
Si en última instancia hubiera quien se resistiese por todos los medios a integrarse mediante su trabajo o actividad al conjunto de ocupaciones requeridas por una sociedad libertaria, debería plantearse seriamente su interés en mantenerse en ese colectivo por lo que, por mutuo acuerdo o en todo caso unilateralmente, la comunidad puede excluirlo de su seno. Pero, una vez más, es imposible que alguien quiera permanecer sin hacer nunca absolutamente nada, agregando que, debido al desarrollo de la técnica, cada vez hay menos tareas obligatorias y desagradables por hacer. Finalicemos la discusión sobre el enfoque anarquista del trabajo remitiendo a los lectores a dos ensayos provocativos: “La Abolición del Trabajo”, de Bob Black (2007) y “La Técnica y el Desafío del Siglo XXI”, de A. Vallota (2004).
Otra objeción típica es: bueno, eso a lo mejor opera a pequeña escala, en un atrasado pueblo rural, pero ¿cómo puede funcionar una sociedad compleja sin necesidad de jerarquías permanentes? En primer lugar el anarquismo entiende que la sociedad necesita ser dividida en núcleos menores que los actuales, siempre que sea posible, para que los conglomerados adquieran una dimensión más humana y puedan ser dirigidos directamente por la misma gente que los integra. Hoy en día, la teoría de la organización empresarial del capitalismo reconoce lo que siempre ha sido un principio básico del anarquismo: que los grupos pequeños trabajan juntos de forma más eficaz y son capaces de coordinarse mejor con otros conjuntos laborales parecidos, mientras que las agrupaciones informes y de gran tamaño son comparativamente más torpes en su desempeño y les resulta más difícil acoplarse con el entorno. Dentro de este mismo punto es interesante señalar que recientemente las famosas economías de escala cuestionan las fábricas que cubren enormes superficies y con capacidad de producir volúmenes gigantescos. Llega un cierto tamaño en que las industrias, las explotaciones agropecuarias, las instituciones de servicio, las educativas, los sistemas administrativos y demás, pierden eficacia a medida que se hacen más grandes, así como sucede si son muy pequeñas. Por otra parte, a todos es palpable, especialmente en Latinoamérica, la inhumanidad que encierra la vida en grandes conglomerados de gente, con malos servicios, habitaciones deleznables, muchas veces en situaciones que nada tienen que envidiar a cárceles y campos de concentración. Si en algún momento histórico tal agrupamiento fue necesario, por una u otra razón, en la situación tecnológica y comunicacional de hoy no tiene ya sentido.
Puede ocurrir que para proyectos de envergadura, puntuales, específicos y de interés común, sea necesaria la unión de varias comunidades, pero esto no es un problema irresoluble ni su existencia justifica un poder central permanente como el Estado. De hecho la clase trabajadora de España encontró soluciones de este tipo para grandes problemas en la década de 1930. Así, la Compañía de Autobuses de Barcelona al par que doblaba sus servicios, contribuyó con el Colectivo de Entretenimiento Ciudadano (actividades recreativas) y produjo armas para el frente en los talleres de autobuses. Todo esto se consiguió con un número de trabajadores bastante reducido, ya que muchos se habían ido al campo de batalla para combatir el fascismo. Este increíble aumento de la eficiencia, a pesar de la guerra y de la escasez de materiales, no es tan sorprendente después de todo, porque ¿quién puede dirigir una compañía de autobuses de la forma más idónea, con el menor esfuerzo y el más alto rendimiento? Obviamente sus trabajadores y nadie mejor que ellos para coordinar con otros trabajadores la solución de problemas compartidos, cuando a ninguno mueve el afán de explotar a los demás en beneficio propio.
Para extendernos en este caso ilustrativo, puntualicemos que todos los trabajadores de Barcelona estaban organizados por sindicatos -formados por quienes laboraban en el mismo ramo- subdivididos en grupos de tarea. Cada grupo tomaba sus propias decisiones en lo referente al trabajo día a día y nombraba a un delegado que representaba sus puntos de vista en temas más generales concernientes a toda la fábrica o incluso a toda la región. Estos representantes eran voceros de las decisiones tomadas en asamblea por todos los compañeros y el cargo se turnaba con frecuencia. Los delegados podían ser sustituidos inmediatamente en caso de que incumplieran el cometido de ser meros portavoces de la asamblea (es el Principio de Revocabilidad). Los delegados eran actores que sólo podían decir los parlamentos que los autores de la obra, la asamblea de trabajadores, escribieron para ellos, sin apropiarse la función de componer sus propias líneas, como sucede en la ilusoria «democracia representativa» de nuestros días.
Añadiendo más niveles de delegación es posible alcanzar una actividad a gran escala sin abandonar la libertad de trabajar en la línea que cada individuo elija. A quien le interese saber más de las experiencias de organización autogestionaria que promovieron los socialistas libertarios en la Revolución Española de 1936, puede buscar en la extensa bibliografía sobre ese punto, donde destacaremos como particularmente completos los volúmenes de Franz Mintz (1977) y Walter Bernecker (1982), mientras que en Internet hay una amplia presentación en la obra de Cano y Viadiú (2007). Un enfoque teórico más denso sobre el tema de la autogestión lo hemos desarrollado en otro trabajo (Méndez y Vallota, 2006).
Sigamos con otras objeciones. ¿Una sociedad sin Estado no estaría indefensa ante ataques exteriores? El hecho de vivir bajo la tutela estatal no ha salvado a los pueblos de agresiones armadas a gran escala y podría decirse que las han promovido. Los ínuit del extremo norte de América (mal llamados esquimales) que nunca han tenido una organización estatal y mucho menos ejército, han vivido 500 años sin un enfrentamiento armado entre ellos ni con el exterior. De hecho, en la mayoría de las naciones, las fuerzas militares y policiales son utilizadas, abierta o disimuladamente, en contra de sus propios habitantes como un ejército de ocupación. El Estado no protege sino que vigila y agrede para defender a una élite dirigente que, diciendo las cosas claramente, es el enemigo fundamental del pueblo de cada país. Un Estado, que mantiene y se apoya en un ejército regular, tarde o temprano debe embarcarse en algún conflicto, interno o externo, al menos para justificar el gasto y mantener el entrenamiento.
En Latinoamérica es más claro que en otras regiones del mundo, pero todos sabemos que la gran mayoría de las guerras y enfrentamientos armados internacionales se han hecho y se hacen en beneficio de esas minorías dominadores, aunque bajo los pomposos nombres de la defensa de la patria, dignidad nacional o similares. Más aún, la evolución tecnológica y organizacional de los conflictos bélicos ha derivado en que el ejército no sea salvaguarda de nada, porque hoy el máximo esfuerzo y la mayoría de las víctimas se da entre los civiles que corren muchos más riesgos que los militares, quienes en tales circunstancias cuentan con la máxima protección y hasta la posibilidad de obtener jugosos beneficios. Basta citar que en las guerras más conocidas de los últimos años (Irak, ex-Yugoslavia, Chechenia, Colombia, etc.) los combatientes formales han tenido una cifra de bajas mucho menor a los civiles, que han sufrido casi todos los rigores agresivos de uno y otro bando. Hasta el momento, en la guerra de Irak se cuenta un militar muerto por cada 40 civiles caídos.
Una respuesta libertaria clásica es reconocer que la defensa del pueblo está en sus propias manos y la solución es la de armarlo. Las milicias anarquistas españolas estuvieron cerca de ganar la guerra civil en 1936 a pesar de la escasez de armamento, de la traición stalinista y de la intervención de Alemania e Italia a favor del alzamiento de Franco y sus secuaces. El error fue subestimar las propias fuerzas y dejarse integrar en el ejército regular de la República. No cabe duda que una población armada sería difícil de subyugar por ningún atacante del exterior, como la muestran la enconada resistencia y los éxitos que han tenido guerrillas con auténticas raíces populares frente a ejércitos de ocupación más poderosos.
Pero es cierto que un ensayo de sociedad libertaria podría ser destruido desde el exterior. Los jerarcas del imperio norteamericano, como lo hicieron en su momento los dirigentes soviéticos y lo haría cualquier otra potencia, probablemente intentaría exterminarla antes que permitirle vivir en libertad e igualdad, por supuesto que con la interesada colaboración de todos aquellos que con la revolución vieran peligrar sus privilegios. Contra esa amenaza de destrucción la mejor respuesta es el movimiento revolucionario en otros países. Dicho de otra manera, la defensa más eficaz contra las bombas atómicas, yankis o rusas, fue el movimiento de la gente de Estados Unidos, Rusia y de todo el mundo. En el caso del Estado bajo el cual vivimos, la mayor esperanza de evitar el exterminio se basa en quitarle el privilegio del uso de los armamentos de aniquilación masiva. Podríamos garantizarnos un efectivo sistema mundial de seguridad si la solidaridad internacional llegase al punto que los trabajadores esclarecidos de los distintos países enemigos fueran capaces de impedir que sus respectivos gobernantes lanzaran ataques externos.
Y esto no es fantasía, pues hay precedentes; como el ocurrido en la década de 1920, cuando la Rusia Soviética se salvó de una intervención británica masiva gracias a una serie de protestas y sabotajes de los obreros británicos; o la movilización popular en Estados Unidos contra la intervención en Vietnam a fines de los años de 1960. Pero dijimos esclarecidos, porque también hay ejemplos en que los pueblos fueron arrastrados a enfrentamientos que en nada los beneficiaban debido a una obnubilación resultado de la propaganda y el empleo de los múltiples recursos con que cuentan el Estado y la clase dominante.
Violencia y Socialismo Libertario
Una de las características de los gobiernos latinoamericanos ha sido la represión agresiva de las protestas colectivas, represión que testimonia la incapacidad de los políticos de estas latitudes para asumir o solucionar los conflictos sociales de manera tolerante. En cada caso, que el gobierno de turno quitó el bozal a sus fuerzas represivas, argumentó que lo hacía para defender el orden y los bienes (no a los ciudadanos) de la amenaza de la subversión y la “anarquía”, pues es un lugar común para el poder reinante y sus defensores equiparar anarquía con la violencia y desorden que se atribuye a los de abajo. Pero ¿qué dicen los propios libertarios cuando se identifica de ese modo a su ideal?
Negar la posibilidad de la violencia como un momento en la lucha revolucionaria está lejos del anarquismo. En algún lapso, el enfrentamiento destructivo que ella conlleva se hace presente, pues siempre habrá que responder a grupos que apelen a la fuerza como argumento para defender sus privilegios. Pero, si la violencia puede ser necesaria, en modo alguno es la guía para la transformación que se pretende, que es un cambio total en la organización social y económica de la humanidad que se funda en un cambio de los valores de cada individuo. De ninguna manera este cambio radical puede ser el resultado de una revolución puntual y catastrófica, que a lo más podría llegar a dominar el poder político, lo que es contradictorio con la esencia del movimiento anarquista pues el objetivo precisamente es destruirlo. Está totalmente fuera de la tradición anarquista pensar que una algarada callejera, así logre tomar La Bastilla o el Palacio de Invierno, consiga transformar la sociedad tal como se desea, ni que sea el primer paso. En todo caso podría ser el último, porque la pretensión anarquista no se limita a la mera socialización de la economía ni menos aún a la adquisición del poder en alguna de sus formas, sino que busca modificar las relaciones entre los hombres fundándolas en la libertad, la igualdad y la solidaridad, lo que hace que la revolución se extienda a todos los aspectos de la vida de todos y de cada uno y encierre tanto un cambio de las relaciones comunitarias como un cambio personal.
No es por tanto que el anarquismo niegue la violencia, sino que rechaza esa violencia que es únicamente manifestación de la pasión destructiva y no está subordinada a la acción constructiva, y que ni siquiera sirve de detonante de un vasto movimiento popular revolucionario. No es en la violencia de un grupo de donde ha de surgir la creación de un mundo nuevo, sino de la participación e incorporación de todos y cada uno en esa tarea generadora. La violencia como momento destructivo es apenas un punto de un proceso constructivo mucho más largo y amplio.
Sin olvidar que entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX cierto número de ácratas -impacientes ante la enorme injusticia y desigualdad que les rodeaba- apoyó las acciones violentas de lo que se llamó entonces “propaganda por el hecho”, eso es insuficiente para asociar anarquía y violencia de manera tan directa como se ha pretendido. En todo caso, recuérdese que tanto en aquel momento histórico como en todos los otros habidos en siglos, la gran mayoría del movimiento libertario no ha seguido vías estratégicas o tácticas que impliquen el uso sistemático del llamado terrorismo revolucionario. Tampoco se puede olvidar que los anarquistas han padecido, en el mundo entero y bajo cualquier régimen, más violencia que la que pueden haber ocasionado, pues lo cierto es que la represión policial de cualquier gobierno democrático-representativo latinoamericano ha matado más gente que, por ejemplo, los fallecidos por causa del gran movimiento filo-anarquista del mayo francés de 1968. Los libertarios inmolados se cuentan por miles, muy pocos por la violencia ciega que ellos hubiesen propiciado y sí en cambio víctimas casi todos por defender -frente a los explotadores y opresores- ideas que son capaces de elevar a la humanidad a un nuevo estadio de dignidad. Ha habido menos violencia en los anarquistas que en las guerras santas de las religiones, en los conflictos por conquistar mercados o en los movimientos por apoderarse del poder político; en cambio han aportado como nadie su permanente activismo a manifestaciones pacifistas, en defensa de las minorías y en pro de los derechos de todos y cada uno.
Si esto que decimos es así, entonces ¿De dónde surge la asociación anarquía-violencia? Un recorrido por la historia ayuda a explicar esto. La violencia ácrata nunca fue del estilo de los guerrilleros fundamentalistas (religiosos, étnicos o políticos) actuales, que igual atacan una patrulla del ejército, masacran a un poblado desguarnecido, o colocan bombas en escuelas y zonas comerciales transitadas. La violencia anarquista se ha caracterizado por ser puntual, específica, por atentar contra un Rey, un obispo, un Presidente, un torturador, por robar bancos, atacar a instituciones o empresas símbolos de la opresión. Los libertarios siempre golpearon en las estructuras de poder, donde los privilegiados se sienten seguros y atacándolos directamente. De allí que los afectados se ocupasen especialmente de sobre-dimensionar esa violencia, porque les llega de cerca, haciendo que los medios señalen el horror de la desgracia de uno de ellos como más notable que lo padecido a diario por los miles que sufren sus desmanes.
A modo de conclusión
Lo expuesto anticipa que estas páginas no tienen final, sino en todo caso continuación. Por ello, en este punto no puede haber sino una invitación al diálogo, a la reflexión, a la acción, a ensimismarse y buscar con los otros alternativas políticas y filosóficas que impidan que el siglo XXI sea continuación de lo malo que nos trajo el siglo XX, rescatando lo positivo que la gente aportó, a pesar de todo y de unos pocos. El futuro no está allí esperándonos, tenemos que construirlo, así que aceptar pasivamente lo que desde el Estado e instancias de poder asociadas nos han ofrecido no ha resultado un buen refugio. Nos toca hacerlo nosotros mismos y para ello no parece que haya otra alternativa que la anarquía nuestra de cada día.
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