BARRET, Daniel. "Cuba y la revolución latinoamericana"

CubaAmérica latina.- Historia del anarquismo Cuba.- Historia del anarquismoBARRET, Daniel

A modo de presentación: ¿por qué hablar de Cuba?
Han transcurrido ya más de 48 años desde el 1° de enero de 1959, del desmoronamiento sin atenuantes de la dictadura de Fulgencio Batista y del consiguiente y augural triunfo popular cubano; y todavía hoy se experimenta un cierto sentimiento de incomodidad al referirse críticamente a las orientaciones largamente cristalizadas de un proceso revolucionario en el que se depositaron las expectativas y la euforia de todos aquellos que, en América Latina y más allá de ella, se conducían entonces en el sentido de cambios sociales profundos y que trajeran consigo un vendaval de posibilidades más libertarias, más igualitarias y más solidarias para los pueblos del mundo. Esa incomodidad se impone incluso sobre quienes saben sobradamente que el proceso cubano estuvo -y su desembocadura está- muy lejos de haber ofrecido realizaciones plenamente satisfactorias a todas las esperanzas depositadas en él; algo que, más recientemente, el propio gobierno de Fidel Castro no ha vacilado en reconocer y que sus ecos monocordes se han encargado de amplificar en un lado y en otro. Pero las interdicciones, las molestias y hasta los complejos de culpa sobreviven en una maraña inextricable e incomprensible de justificaciones. Para algunos, todas las responsabilidades en materia de retrasos y desviaciones son y serán imputables a condiciones externas desfavorables que se han renovado incesantemente, una y otra vez; para otros, se tratará de extender aún más la espera y la confianza en que la dirección política cubana sabrá por sí misma corregir los eventuales rumbos fallidos no bien se presente la ocasión propicia; para los más, todo se explicaría a partir del hostigamiento de los EE.UU., la interminable “guerra” correspondiente y la situación de excepcionalidad que ello conlleva. Mientras tanto, las críticas deberían ser atenuadas, anodinas y superficiales, mantenidas en la más estricta reserva o sencillamente acalladas; so pena de “hacerle el juego al enemigo” y debilitar al más firme y perdurable bastión de lucha anti-imperialista con que todavía contaría el continente. Desde cierta óptica, todo ello podrá seguir pareciendo sumamente válido para algunas corrientes revolucionarias y no ha habido ni habrá fuerza terrenal capaz de modificar sustancialmente una decisión tan raigal; pero también es evidente que esa actitud pertinaz y completamente refractaria ha impedido hasta ahora a sus sostenedores adoptar un mínimo gesto de curiosidad a fondo y de conocimiento cabal frente al proceso isleño y, sobre todo, ha obstaculizado la asunción de los lineamientos político-prácticos que resultan imperativos desde hace décadas y que se vuelven cada vez más urgentes ante las nuevas exigencias de nuestro tiempo.
Es preciso, entonces, pensar seriamente a Cuba y hablar luego de ello en voz bien alta. Y es preciso hacerlo con absoluta sinceridad, sin complacencias vanas y sin pueriles expectativas que hace rato largo se han extraviado en tanto tales. Ya está sobradamente demostrado que el proceso cubano y su desembocadura no pueden tener una explicación completa por la sola acción de los EE.UU., que no responden en sus trazos fundamentales exclusivamente a condiciones externas desfavorables y que sus dramas no son errores menores y circunstanciales que su conducción política habrá de rectificar a su debido tiempo. Perseverar en esa línea de razonamientos es negarse a admitir una realidad mucho más cruda y perpetuar indefinidamente las condiciones de incomprensión que hasta ahora han predominado entre los acólitos más fieles y también entre quienes se han refugiado en un “prudente” pero infructuoso silencio. Y por añadidura, más allá de las intenciones declaradas y de identificaciones espurias, es una actitud que ya no puede realizarse en nombre de la revolución y del pueblo cubanos sino para el exclusivo beneplácito y la inequívoca conveniencia de su liderazgo vitalicio. Precisamente, si de lo que se trata es de rescatar los elementos revolucionarios sobrevivientes y de defender las potencialidades autonómicas del pueblo cubano, el camino a seguir no puede ser otro que el de distinguir meticulosamente ambas cosas de lo que representó y representa el gobierno isleño; y, por supuesto, acto seguido, también emprender con éste una crítica merecidamente impiadosa. Aunque la propaganda oficial se empecine en sostener otra cosa, aunque los más fieles continúen haciéndole coro y aunque cierta reluctante nostalgia de las viejas gestas se niegue todavía a reconocerlo, la única alternativa revolucionaria razonable es ni más ni menos que la del antagonismo.
Se trata, entonces de hablar de Cuba y del estado en que desembocó su vieja revolución; y no desde el encomio y la fe sino desde la crítica. Y esto no sólo es obviamente fundamental para los cubanos mismos sino que, a quienes no lo somos, un discurso a calzón quitado nos resulta absolutamente esencial también en la ardua tarea de rescatar una perspectiva revolucionaria latinoamericana. Y recrear esa perspectiva exige hundir a fondo el bisturí en lo que fue su proceso más emblemático. Es cierto que ese proceso ya no es más -y no lo es desde hace un buen tiempo- el modelo revolucionario por excelencia en esta región del mundo ni en ninguna otra; pero continuar guardando silencio es significativamente sospechoso de que las lecciones no están suficientemente bien aprendidas y que habrá por delante otras veces en que las mismas o parecidas voces nos propondrán nuevas indulgencias respecto a las concepciones jacobinas, vanguardistas y, de última, velada o desembozadamente autoritarias. Porque lo que está en juego es precisamente la recreación de un modelo revolucionario latinoamericano que responda -ahora sí- a una matriz clara y definidamente libertaria; sin vacilaciones, sin postergaciones y sin mediatizaciones; sin retoques cosméticos y sin juegos de manos. En definitiva, la conclusión y el aliento más fuertes que atraviesan estas páginas en todas las direcciones concebibles es la convicción de que la edificación de una sociedad socialista y la conmoción revolucionaria que la acompaña se han vuelto impensables sin devolverle al problema de la libertad su carácter básico y de impulso generatriz. Ya no se trata de imaginar febrilmente una legalidad histórica que justifique por sí misma una sucesión de etapas prefijadas y transiciones interminables como tampoco se trata de abandonarse perezosamente a los mesianismos de turno o a un sofisticado algoritmo de ingeniería social que no se dice en qué consiste pero sí que habrá de estar en manos de los poseedores incuestionables de la conciencia y el saber. Las revoluciones de nuestro tiempo, si es que efectivamente habrán de ser un revulsivo de las relaciones de poder y no una mimetizada renovación de las mismas, sólo pueden estar animadas por aquella impronta que sepa vincular desde el aquí y el ahora a hombres libres, iguales y solidarios al margen de toda jerarquía construída o por construir. Ésa es también la principal razón por la cual sigue siendo oportuno hablar del recorrido y del punto de estancamiento de la vieja revolución cubana.
Los trabajos que siguen fueron escritos, salvo el Anexo, durante los años 2002 y 2003. Si bien el liderazgo cubano ha conseguido desde entonces renovar su cuota externa de oxigenación, la trama básica de relaciones de dominación se ha conservado en formol y en forma imperturbable; razón por la cual consideramos que los textos mantienen la debida actualidad. No obstante ello, cabe dejar constancia que los elementos detonadores fueron, en todos los casos, circunstancias bien precisas. Por esa razón, no creemos que los mismos tengan la dedicación y la densidad teóricas que el tema merece sino que bien pueden ser considerados como una literatura beligerante, controversial y de ocasión.
En el caso de Cuba, el socialismo y la libertad -Capítulo 1 de este trabajo-, esa excusa fue, en el transcurso del año 2002, la ruptura de relaciones con Uruguay y la exaltada e irrefrenable mitificación que se puso de manifiesto inmediatamente después. El momento, pues, pareció oportuno para repensar si existían o no bases reales en las que asentar esa recidivante devoción. La situación fue propicia, entonces, para convencernos una vez más que el camino seguido por la conducción política cubana representó y representa una desviación importante tanto respecto a la construcción del socialismo como en cuanto a valores esenciales que las corrientes revolucionarias defienden a capa y espada en cualquier otro lugar del mundo. Definido como un espacio de incoherencia, cabía volver a preguntarse cuáles eran -y son- las coartadas y justificaciones que configuran la “excepción cubana”; un territorio en el que todos los conceptos parecen quedar interrumpidos y que en los años 60 afectó incluso al movimiento anarquista internacional. Un movimiento fracturado entonces en torno al tema y cuyos recelos constitutivos respecto a las andanzas gubernamentales quizás debieron dotar de otro aplomo, a sus fracciones más optimistas, en cuanto a la interpretación básica del proceso de cambios iniciado en la isla caribeña.
Cuba: un debate en La Haine y Cuba: una polémica entre la crítica y la contra-crítica -Capítulos 2 y 3 del presente folleto-, mientras tanto, recogen las idas y vueltas argumentales del rico intercambio que se generó a partir del mes de marzo de 2003; inmediatamente después de la reactivación en la isla de la pena de muerte -como recurso represivo que se torna increíblemente “disuasorio” en la justificación gubernamental- y de una serie de apresamientos colectivos a periodistas y bibliotecarios acusados de ser funcionarios a sueldo de los Estados Unidos. El primero de los artículos mencionados repasa someramente pero con cierta amplitud los diferentes tópicos de una polémica que empezó a librarse con fuerza al interior de la “izquierda”. El segundo artículo, por su parte, intenta hilar más fino alrededor de la estructura de razonamiento puesta de manifiesto en la defensa de la “revolución cubana”; una muralla de interdicciones, en definitiva, que condena en forma refleja y destemplada cualquier intento, por mínimo que sea, de reflexión en profundidad.
Por último, La “leyenda negra” de los anarquistas cubanos -ubicada aquí como Anexo- es un módico conato, escrito durante el año 2006, que procura ilustrar las tonterías extemporáneas que siguen acumulándose en la desacreditación de una corriente de pensamiento y acción que tuvo la lucidez de anticipar tempranamente la deriva caudillista, militarista y elitista de su conducción política; una corriente que hoy busca re-encontrarse plenamente con el activismo libertario internacional y cuya entrañable sobrevivencia es el mejor testimonio de que para el anarquismo militante no hay nada parecido a una “excepción cubana”. En el más limitado de los casos -y con la modestia propia de quienes arrastran décadas de ostracismo no siempre reconocido como tal-, lo que demuestra la existencia misma del anarquismo cubano es que una interpretación y un proyecto libertarios siguen siendo en la isla tan pertinentes como el primer día. En buena medida, la segunda gran razón de estas páginas radica en el convencimiento de que quienes trabajan en esa dirección merecen el más amplio respaldo del movimiento anarquista internacional.
A todo esto, la situación cubana no deja de presentar, al día de la fecha, algunas confirmaciones y también algunas novedades que ahora cabrá señalar en un vuelo apenas rasante. Las confirmaciones no pueden menos que situarse, como ya lo dijimos, en el carácter inmutable de su trama de relaciones de poder; la cual ha continuado avanzando, con las mixturas estatales del caso, hacia un formato de capitalismo privado y transnacional que muchos ya identifican con la adopción del “modelo chino”. El embargo estadounidense continúa presentándose como el origen indisputable de todas las privaciones y penurias sin importar demasiado que informaciones oficiales contradigan su intensidad; como, por ejemplo, la creación de una Asociación Comercial Estados Unidos-Cuba de la cual da cuenta la edición del 27 de abril de 2005 del mismísimo Granma. El discurso de raigambre militar que sitúa a Cuba en el epicentro de una epopeya bélica sigue campeando a sus anchas e impide percibir a quienes mantienen en el lugar de siempre sus fosforescentes anteojeras que la alta oficialidad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias no es la vanguardia de otra cosa que de un empresariado “nacional” que afila sus armas en la expectativa de negocios más suculentos. Pero, como no podía ser de otra manera, la sempiterna preparación de la “guerra” sigue siendo la excusa preferida. Por cierto, los Estados Unidos doblan sus apuestas y han definido un presupuesto de 80 millones de dólares para el bienio 2007-2008 para apoyar su anhelada “transición a la democracia“ en Cuba; lo cual lleva a suponer a los lúcidos y “revolucionarios” estrategas que ¡ahora sí! la invasión es una posibilidad real e inminente. No importa en absoluto, por supuesto, que las demandas financieras de las guerras reales estén disponibles para los ojos y oídos del mundo y que el proyecto presupuestal presentado al Congreso por George Bush para sostener durante el año 2008 su presencia en Afganistán y en Irak ascienda a la friolera de 716.500 millones de dólares; es decir, nada menos que 17.912 veces más por año. Naturalmente, ningún innecesario cálculo barroco de especie alguna es óbice para que Fidel Castro continúe siendo el “comandante en jefe”; e incluso, tal como puede deducirse de las palabras pronunciadas por su hermano Raúl el 1º de julio de 2006, durante el V Pleno del Comité Central del Partido Comunista, seguirá siéndolo después de muerto.
Las novedades, mientras tanto, se sitúan precisamente en torno al propio Fidel Castro. En su discurso del 17 de noviembre de 2005, tomó a contrapierna a su vasta pléyade de seguidores con dos “noticias” que hace mucho tiempo debieron estar en posesión de todos los interesados: en primer lugar, que el “socialismo” cubano no es irreversible sino que puede sucumbir en manos no de los enemigos externos sino de la desidia propia y, en segundo término, que el Estado cubano es un cuerpo gangrenado por una incontenible e intersticial corrupción burocrática. Y, claro, si “es Fidel quien lo dice”, la incansable procesión de creyentes no puede menos que suscribir incluso tales “pronósticos reservados” y agorerías; aun cuando quedaran sumidos en la perplejidad inmediata y demoraran varias semanas en hacer oir su coro de fondo. Luego, el 31 de julio de 2006, Fidel Castro se vio forzado por primera vez en 47 años y 7 meses a ceder, en principio “provisoriamente” y por razones de salud, las prerrogativas formales del mando. Desde entonces, las preguntas son más numerosas y más estridentes que las respuestas. No obstante, sea cual sea el desenlace biológico del asunto y de no mediar ningún exitoso pase de magia, parece claro que la trama cubana de poder pierde definitivamente ese componente carismático y caudillista que le ha sido vital y en el que ha fundado buena parte de su maltrecha credibilidad. En principio, todo lo demás es igual y las aguas superficiales están en calma, pero quizás el silencio no sea otra cosa que un rumoroso mar de fondo.
No es posible precisar, “a ciencia cierta”, cuál habrá de ser la evolución de esta situación tan peculiar y, sin embargo, sí es posible realizar una lectura del presente; una lectura de ese organismo vivo, complejo y contradictorio que sin duda es la sociedad cubana. En principio, es evidente que se han abierto algunas rendijas en las compuertas del sinceramiento y ya casi no quedan obstinados que sean capaces de negar que el Estado cubano se ha macerado de corrupción y de falta de ideas. Quizás los discursos y los desfiles continúen cultivando la mística del “heroísmo” pero la legislación se apresta a afrontar un problema bastante más pedestre: la indisciplina laboral. Los cantos homéricos a los logros en salud y educación seguirán su curso habitual pero ya se hace imprescindible reconocer oficialmente que algunos temas sociales básicos están a una distancia cósmica de su resolución: la sustentabilidad alimentaria, la matriz energética, la vivienda, los transportes, las comunicaciones y hasta la canalización del agua. No hay todavía nada parecido a una glasnost gorbachoviana, pero una pequeña chispa fue suficiente para que algunos intelectuales comenzaran a recordar los “excesos” del llamado “quinquenio gris” y se auto-convocaran a un debate en profundidad; a un punto tal de “peligrosidad” que se hizo precisa una declaración de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba que acotara las cosas al estado de moderato y ma non troppo. Mientras tanto, la gente cubana misma, aquella que no está sujeta a un obediente encuadramiento, se perfila como un convidado de piedra; un tejido social desgarrado, controlado y disciplinado durante décadas parece estar olfateando un poco a tientas la posibilidad nerviosa y debutante de su expresión autónoma. Sea del modo que sea, se presiente que algunos cielos están escampando y que las esquinas ya alojan -tal vez a voz en cuello- cantos que el poder hoy no está en condiciones de armonizar. Seguramente son los temblorosos trazos del caos y es probable que entre ellos se divisen caminos o líneas quebradas de libertad. Y, como siempre, como cada vez que los orfeones están a punto de desafinar, los anarquistas han de tener una nueva oportunidad de concurrir con sus propias disonancias. Las incertidumbres son muchas pero es seguro que ésa es una razón más para dedicarle a Cuba estas palabras.
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