BARRET, Daniel. "Horizontes, caminos, sujetos, prácticas y problemas del cambio social revolucionario en América Latina. Primeros apuntes" (1)

América del Sur(aspectos generales)UruguayinternacionalismoAmérica latina.- Historia del anarquismo Sociedad. Emancipación, movimientos de la liberaciónBARRET, DanielBARRET, Daniel

Hacia principios de los años 90, los aburridos profetas del statu quo, del inmovilismo y de un mañana sin novedades decretaron, en forma optimista y desaprensiva, que había llegado el fin de la historia. Según ellos, no había entonces más incógnitas que descifrar ni sorpresas por esperar y las pautas básicas de organización del futuro se encontraban ya inscritas en forma indeleble en las experiencias de las sociedades humanas, aunque todavía no lo estuvieran en sus himnos y en sus banderas. Las utopías debían rendirse a las evidencias y ya no quedaba nada más o menos ambicioso que todavía fuera sensato discutir: el capitalismo sería la configuración culminante y definitiva, entre las muchas históricamente constatables o simplemente imaginables, de organizar la producción, la retribución, el intercambio, el consumo, la distribución, la acumulación, etc.; y, paralelamente, la democracia representativa, liberal y parlamentaria se confirmaría como su insustituíble hermana siamesa en los términos políticos correspondientes. Los mercados “libres” territorialmente ampliados sustituirían muchas de las prerrogativas antiguamente asignadas a los Estados y los “derechos humanos” de primera generación habrían de constituirse en el desideratum superior irrebasable de convivencia y de preservación de las garantías individuales. La “globalización” económica, política y cultural -tan irrefutable como deseada- se sugería, se insinuaba y comenzaba a mostrarse cual piedra de toque y contraseña del último empuje civilizatorio que fuera posible concebir. Los EE.UU., por supuesto, y también los países europeos más “avanzados”, eran percibidos como la realización anticipada de ese futuro universal -a la vez presentido y ya presente- y sólo restaba aguardar la fuerza de su ejemplo y el recorrido entusiasta y convincente que las demás sociedades habrían de emprender en idéntica dirección. El recetario prescrito por el llamado Consenso de Washington, debidamente administrado por los organismos multilaterales de crédito y comercio hegemonizados por los EE.UU., recomendaba a las sociedades “rezagadas” el ascenso de Sísifo, el camino del “ajuste estructural” perpetuo como estrategia infalible de desarrollo mientras los países de vanguardia -orientados por los principios de eficiencia, lucro y progreso- se ocuparían de una incesante innovación tecnológica capaz de multiplicar hasta el infinito la productividad, la disponibilidad de bienes, la excelencia de los servicios e incluso la “calidad de vida”. El Muro de Berlín -ese inefable tributo arquitectónico a la estupidez autoritaria- se había desmoronado piedra sobre piedra y, según los embaucadores y las pitonisas de turno, con él se derrumbaban y se sepultaban irremisiblemente, ¡confusión de confusiones!, también todas las promesas de emancipación sembradas a lo largo de los siglos por las distintas corrientes revolucionarias, libertarias y socialistas con sus correspondientes antecedentes.

Pero los tiempos que sucedieron a tanto y tan intenso extravío del pensamiento dieron un rotundo mentís a los augures de la nueva pax romana que se nos prometía. Los años que siguieron a la estrepitosa caída de esa soberbia ilusión que se acunó en el bloque soviético fueron cualquier cosa menos la satisfecha consagración del nuevo y definitivo orden mundial que se nos anunciaba. Y no se trata, obviamente, de hacer ahora una enumeración exhaustiva de los muchos desmentidos empíricos recogidos por la cansada fantasía liberal, pero bien vale la pena recordar algunos de los contrapuntos más notorios y revivir, junto al inconciente y descuidado alborozo que significó la inauguración del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, la irrupción zapatista en las “celebraciones” del mismo desde las entrañas de la Selva Lacandona; o las grandes huelgas que en Francia y Corea opusieron cerrada resistencia a reformas de signo “neoliberal” en el campo de la seguridad social y de los contratos laborales, respectivamente; o los levantamientos populares en Indonesia y Ecuador que pusieron en jaque los equilibrios político-institucionales de ambos países; o, en fin, tantos otros susurrantes o clamorosos embriones que en un lado o en otro se encargaban de anunciar, soterradamente o a campo traviesa, la posibilidad de otro futuro a través de innumerables movimientos de crítica, de impugnación y de alzamiento.
Movimientos sociales aluvionales y vigorosos reclamaban aquí y allá la posibilidad irrenunciable de escribir su propia historia al tiempo que los cimientos financieros de ese mundo feliz y jubiloso comenzaba a mostrar los primeros temblores de su frágil peripecia. La Arcadia reconquistada de los “libres” mercados capitalistas, la democracia “representativa” y la “globalización” -siempre sazonada con la apropiación indiscriminada y comercial de la naturaleza- veía oscurecerse, a partir de su propia lógica de desenvolvimiento, sus efímeros días de vino y rosas: la burbuja financiera colapsaba primero en México, en 1994, con su correspondiente “efecto tequila”; luego, dejaba un profuso tendal de damnificados en el sudeste asiático durante 1997; casi enseguida, en 1998, marcaría con sus huellas a Rusia y; por último, se instalaría con sus premuras y desquicios en Brasil, Argentina y Uruguay, desde 1999 en adelante. Como confluencia y culminación provisoria de la nueva secuencia de agitación social y de la correspondiente a los problemas “internos” del mito “globalizador”, el siglo XX termina no sin antes haber testimoniado el fracaso de los intentos por avanzar hacia la conformación de un mercado mundial y, en el mismo acto, haber sumergido también en la pila bautismal al llamado, apropiada o impropiamente, movimiento “anti-globalización”. En diciembre de 1999, en Seattle y en ocasión de la reunión de la Organización Mundial de Comercio, se replanteaba una vez más -ahora sin centro político alguno, afortunadamente- la emergencia de una oposición “global” al nuevo orden y la confirmación apabullante de que la historia no tiene final: una contestación radical y libertarizante comenzó a extenderse por doquier y a ofrecer un renovado aliento a la utopía.
Movimiento de multitudes y multitudes en movimiento también en América Latina y en tanto respuesta a las devastadoras consecuencias de casi tres décadas que, por doquier, se engalanaron de “ajustes estructurales” de signo neoliberal; impuestos los mismos primero a horcajadas de las dictaduras militares de los años 70 y sostenidos luego en forma imperturbable por sucesivas restauraciones “democráticas” hegemonizadas por los nuevos elencos tecnocráticos de los partidos políticos cuando no maceradas por una escandalosa corrupción. El tiempo de los Castelo Branco, de los Banzer, de los Videla y de los Pinochet es hoy un recuerdo pesadillesco cuya impronta no tuvo más significado que la de descuartizar por medio de la fuerza bruta y el crimen los niveles de organización y lucha alcanzados por los movimientos populares de base durante los años 60 y principios de los 70. Inmediatamente después, el tiempo de los Menem, los Salinas de Gortari, los Collor de Mello, los Sánchez de Lozada y los Fujimori, no hizo más que dejar tras de sí el sabor de la desolación. Acentuación de la desigualdad social y de la pobreza, discriminación y marginación, precarización del trabajo, declinación de las funciones instrumentales y simbólicas del Estado, desequilibrios en las finanzas públicas, colosales endeudamientos, entrega de las riquezas, depredación del medio ambiente, etc., fueron y son sólo algunos de los efectos más notorios de una crisis de mayor hondura cuya comprensión final incita ahora mismo a la reanimación y la recreación de proyectos de transformación social profunda.
Las complejas y diversas razones que mediatizaron a los movimientos sociales -durante un período más o menos largo, pero que se sintió como interminable- parecen haber sido superadas una a una y el ánimo de la revuelta recorre una vez más estas tierras. Son las sociedades lúcida y corajudamente movilizadas las que buscan nuevos derroteros para la protesta, superan las barreras de la represión y del miedo, pasan por encima de los bretes y promesas de una izquierda burocratizada e integrada al sistema. Son las sociedades empeñosa y enérgicamente movilizadas las que una vez más asumen las condiciones que les permiten obstaculizar y frenar planes gubernamentales más regresivos todavía que los que ya tuvieron que soportar. Son las sociedades movilizadas, entonces, las que, finalmente y en el grado máximo de las tensiones alcanzadas hasta el momento, se permiten la sublime irreverencia de derribar al gobierno argentino en diciembre de 2001 y al gobierno boliviano en este octubre de 2003. Es en el seno de estas tierras latinoamericanas que renuevan sus posibilidades y apetencias transformadoras; en el seno de estas sociedades movilizadas y en ebullición; en el seno, entonces, de sus luchas concretas e inmediatas y de sus sueños de largo alcance en el que es posible y necesario replantearse una vez más los horizontes, los caminos, los sujetos, las prácticas y los problemas de un cambio social revolucionario.
El movimiento anarquista no sólo sigue teniendo mucho para decir y hacer al respecto sino que, además, emerge fortalecido y tonificado de sus aparentes cenizas. Ello ocurre en un punto de cruce históricamente ubicable y en el que, no exclusiva pero sí fundamentalmente, se combinan la implosión del bloque soviético, el fracaso de las inflexiones neoliberales en que terminó desembocando la reestructuración capitalista y el renovado empuje de los movimientos sociales de base como expresión de resistencia y de cambio. Este nuevo flujo movilizativo a escala mundial es conciente, al menos en algunos de sus segmentos más significativos, de que, en su arsenal de opciones, ya no es posible el rescate sin más o la réplica acrítica de las alternativas revolucionarias hegemónicas durante los años 60 y 70 del siglo pasado, fuertemente emparentadas con las inflexiones estatistas, centralizadoras y militaristas de ese “socialismo” realmente inexistente que acaba de fenecer. Pero, al mismo tiempo, es un flujo movilizativo que, por lo menos en buena medida, se desarrolla también a partir de algunas nociones básicas -acción directa, autonomía, autogestión- que nos son históricamente familiares y que incluso constituyen algunos de nuestros principales rasgos de identidad. Es un flujo movilizativo que parece querer inaugurar una épica propia, más definida todavía por sus rechazos y repulsiones que por los caminos concretos que habrá de seguir; pero en el que, sin lugar a dudas, un movimiento anarquista remozado como el actual encuentra naturalmente un espacio de diálogos y de intercambios al que concurrir con su perturbadora y radical visión del futuro: incorporando sus propios recursos doctrinarios, su propia experiencia histórica y una trayectoria a la que podrán imputársele numerosos fracasos pero nunca una apetencia de poder que lejos estuvo de aflorar alguna vez.
Sin embargo, esta época turbulenta y fermental, estos movimientos pujantes y arremetedores, nos encuentran en una situación en la que el pensamiento y las prácticas anarquistas ya no pueden cifrarse ni alentar expectativas solamente en una repetición monótona de su pasado sino, antes bien, en un intenso proceso de reactualización y clarificación; el que, a su vez, reclama no esfuerzos aislados sino una asunción colectiva amplia, no la pereza de quedar librado a mágicas casualidades que todo lo resuelven en un místico acto de inspiración y de genio sino la laboriosa osadía de concebirse expresamente como tal. Ese proceso de reinvención libertaria ha ofrecido ya múltiples y significativos empujes y ha permitido abrir espacios de experimentaciones y de búsquedas que no carecen de logros ciertos; pero que, incluso así, dista mucho de ofrecer todavía un producto coherente y capaz de ocupar el lugar vacante que alguna vez ostentaron el anarcosindicalismo y el “especificismo” como modelos sólidos y seguros de organización y acción. En otras palabras: ese proceso de renovación imprescindible -intuitivamente asumido como tal desde hace ya décadas- presenta altibajos notorios, no ha sido concientemente asumido por todo el movimiento con la misma intensidad y, por consiguiente, no ha consumado todavía un cuerpo de ideas que pueda funcionar como paradigma revolucionario, como referente en el que encontrar un conjunto de respuestas básicas articuladas y también una matriz desde la que procesar los problemas sobrevinientes y las elaboraciones por venir.
En el contexto de su renovación, nuestro movimiento ha dado lugar a una multitud de expresiones que a veces se nos aparece como inacabable y que exacerba hasta el infinito diferencias y matices a los que les cuesta encontrar las articulaciones y los nexos que serían de desear. El nuestro es, por lo tanto, también un tiempo en el que las crisis de orientación más generales y la fragmentación de la vida cotidiana se reflejan a su modo en la propia arquitectura interna del movimiento libertario; en sus expresiones múltiples y en la proliferación de prioridades muchas veces irreductibles entre sí. Esa diversidad y esa dispersión no tienen porqué ser vistas como una calamidad a dejar atrás cuanto antes, sino que bien pueden ser asumidas en tanto un recurso más de fecundidad toda vez que se sepa qué hacer con ellas y cómo servirse de sus potencialidades. Sin embargo, los riesgos se vuelven mayores cuando las mismas reproducen en términos organizativos y prácticos una cierta e inocultable confusión, cuando delatan un desarrollo apenas incipiente de intercambios teórico-doctrinarios que no acaban de encontrar sus cauces más provechosos y cuando ponen de manifiesto una cierta preferencia por la disipación entrópica de energía antes que por la reunión de nuestras fuerzas. Es cierto que con diferencias reales de un país a otro y con desniveles reconocibles en cuanto al desarrollo de ese proceso de renovación; pero, así y todo, creemos no estar demasiado lejos de la realidad si afirmamos que ése es el panorama general sobre el cual debemos modelar el movimiento anarquista del futuro inmediato.
Esto parece ser particularmente tangible en América Latina donde, con evidentes pero muy escasas excepciones, nos encontramos con un movimiento abrumadoramente joven; y que, precisamente por eso, todavía está tentando delinear sus perfiles básicos, su ubicación concreta en las luchas circundantes de las que forma parte y las orientaciones o prioridades que habrán de distinguirlo. La experiencia ya acumulada no es en absoluto despreciable y lo es menos todavía si incluímos en ella la larga y rica trayectoria del anarquismo histórico a la que siempre es posible y necesario apelar; pero no parece ser suficiente todavía frente a un mundo que se ha vuelto repentinamente más complejo y quizás más desconocido, delante de un paisaje cargado de incertidumbres y misterios en el que se esfuman y extravían los viejos itinerarios prefijados. Todo ello vuelve apremiante un repaso ordenado y conjunto de nuestro actual patrimonio doctrinario básico, de nuestras posibilidades y de nuestros problemas; un repaso en el cual reconocernos y que, lejos de constituir un catecismo inapelable, sea percibido como una agenda, como un orden del día provisorio y discutible a partir del cual entablar una trama colectiva de diálogos y de enriquecimientos. Ésa y no otra es la tarea impostergable a la que, con estos apuntes, se pretende contribuir.
Pero hay aún otro aspecto que no es de provecho descuidar. Este repaso, esta imprescindible puesta a punto de nuestro actual patrimonio doctrinario básico no sólo es una agenda de discusión interna al movimiento sino que también puede y debe transformarse en una seña de identidad y en una carta de presentación de nuestra especificidad ideológico-política en la ebullición social del continente. Y, lo que es tanto o más importante todavía: dadas algunas de las características de los movimientos sociales de nuevo tipo que nos son claramente familiares; dada también la ausencia de un paradigma revolucionario claramente hegemónico detrás del cual hacer confluir esperanzas y “disciplinas” militantes, como lo fuera en los años 60 y 70 del siglo pasado; dado además este manifiesto clima de experimentaciones y de búsquedas que parece sernos aproximada y tendencialmente favorable; dados, por añadidura, estos vacíos ostensibles de caminos seguros y probadamente eficaces; en virtud de todo esto, entonces, ese mero repaso puede constituirse también en una referencia que vaya más allá e incluso bastante más allá de nuestras propias “fronteras” específicas como anarquistas de tomo y lomo. Y esto no es un invento ni una quimera sino una simple constatación: hoy mismo es posible encontrar, en distintos lugares de América Latina, espacios de recreación de prácticas sindicales no burocráticas, asamblearias y de base; instancias de organización territorial que se conducen según principios de apropiación “municipalista” de su vida cotidiana; grupos estudiantiles que pregonan afanosamente una concepción distinta de la educación; núcleos ecologistas, feministas o anti-militaristas que también se orientan conciente o implícitamente desde formulaciones libertarizantes o proto-anarquistas. Nutrirse de estas experiencias, asignarles un sentido común y vincularlas en una formulación ideológica compartida es también uno de los objetivos posibles para el punteo que inmediatamente se hará y para la discusión que a través suyo se pretende detonar. Ha llegado el momento, entonces, de abordar -en su declarada condición de apuntes iniciales- esos horizontes, esos caminos, esos sujetos, esas prácticas y esos problemas del cambio social revolucionario en América Latina.
1.- Horizontes: la inconfundible silueta de la utopía
1.- La tensión utópica de nuestros días es a la vez otra y la misma con respecto al largo aliento que la precede, que constituye su memoria y que le brinda raíces históricas profundas e imperecederas; es diferente en algunos de sus presupuestos valorativos, en buena parte de sus formulaciones teóricas y en muchas de sus manifestaciones, pero mantiene buena parte de sus viejas y enaltecidas señas de identidad. Un proyecto revolucionario rabiosamente actual no puede ser exactamente igual a sus entrañables ascendientes del pasado pero tampoco puede dejar de recurrir a tensiones básicas que se expresan todavía aproximadamente del mismo modo. El horizonte del cambio revolucionario, por lo tanto, sigue siendo la edificación de una sociedad en la cual cada uno de sus miembros pueda organizar o desorganizar su vida en la atmósfera irreemplazable de la mayor libertad históricamente posible. El horizonte del cambio revolucionario, entonces, sigue siendo la edificación de una sociedad pensada y orientada contra toda forma de dominación institucionalizada o en vías de institucionalizarse: la de quienes tienen el poder de decidir sobre aquellos que quedan reducidos a la condición de brazo ejecutor, la de los capitalistas sobre los asalariados, la de los hipotéticos sabihondos sobre aquellos que supuestamente no han sido bendecidos por ningún saber, la de los “sacerdotes” sobre los “fieles”, la de los viejos sobre los jóvenes, la de los hombres sobre las mujeres, la de las culturas supuestamente “superiores” sobre las hipotéticamente “inferiores” y así hasta el infinito e incluso de lo que pueda haber más allá de él. Libertad como autonomía, como la capacidad irrenunciable de individuos y colectivos -en sus respectivas esferas- de fijar sus propias reglas de convivencia y devenir, sus necesidades, sus deseos y sus proyectos; como una permanente guerra de conquista, de creación de sí mismos, de elucidación y afirmación de su voluntad, su dignidad y su responsabilidad frente a los demás.
2.- Esa libertad de que hablamos sólo puede definirse y realizarse en términos sociales e históricos concretos, no flota en el vacío y no puede menos que formar parte de un diseño complejo e integrado entre seres iguales y recíprocamente solidarios. Se trata de una igualdad que nada tiene que ver con la uniformización militar del rebaño ni con la aburrida clonación de un modelo insoportable en sus hipotéticas promesas de perfección sino de aquélla que se sustancia como la posibilidad socialmente reconocida de tomar parte activa en las decisiones de interés colectivo en los ámbitos que correspondan y de disfrutar de las riquezas generadas por el trabajo social; y de hacerlo, en un caso y en el otro, a la par de cualquiera y sin privilegios de clase alguna. Se trata, también, de una solidaridad concebida no como el gesto de caridad compasiva con el desamparado sino de aquélla que se forma a partir del reconocimiento del otro, de la aceptación y el respeto de sus eventuales diversidades, y que desemboca en las responsabilidades compartidas en la entrañable faena de construir un mundo nuevo. Igualdad y solidaridad de lo diverso, entonces, como elemento de la mayor importancia en tierras donde habrá que conjuntar y armonizar las tramas culturales de las poblaciones originarias -aymaras, quechuas, tobas, guaraníes, mapuches, cunas o caribes entre muchas otras- con las procedentes de las migraciones europeas y las de los descendientes de los viejos esclavos negros. Igualdad y solidaridad de lo diverso que nos permite reconocer ya mismo buena parte de nuestras raíces en el ayllu andino, en los quilombos negros y en las ideas y propuestas de organización sindical que llegaron desde el otro lado del océano Atlántico.
3.- Todo esto ha merecido tradicionalmente y seguirá mereciendo el nombre de socialismo libertario, a modo de pálido e insuficiente resumen léxico de esa radical, compleja y permanente apropiación del acontecer social por la sociedad misma, constituída entonces en dueña de sus destinos y quehaceres sin los insoportables privilegios y tutelas del Estado, de los propietarios de las riquezas, de las imposiciones externas a sí misma, de las grandes congregaciones religiosas, de los detentadores militares y/o policiales de la fuerza, de los poseedores del saber, etc., etc. El vasto movimiento histórico de construcción de una sociedad pensada sobre estas pautas, entonces, no puede merecer otro nombre que el de socialización: socialización de todas las instancias de decisión, expresión y comunicación; socialización de los medios de producción y de las riquezas acumuladas; socialización del saber, etc.; y, sobre todo, socialización de la capacidad indeclinable que toda sociedad posee de crearse y recrearse a sí misma. Movimiento de construcción éste que necesariamente se acompaña primero de una tensión destructora y luego de un permanente estado de alerta: destrucción de los resortes de poder, del andamiaje jurídico-político y de los mecanismos de represión y coacción que vuelven posible e institucionalizan las sociedades de la dominación, la desigualdad y el privilegio; y alerta permanente respecto a los procesos que incuben o insinúen su eventual e indeseable restauración por vías directas o indirectas.
4.- Si estos son los movimientos fundamentales, sólo cabe decir que la autogestión, el federalismo y la democracia directa constituyen su “arquitectura” básica o su expresión orgánica esencial. La autogestión es, indudablemente, la célula organizativa insustituíble de una sociedad socialista y libertaria, por cuanto verifica y define ese hecho raigal por el cual cada colectivo -sea cual sea su área de actuación- asume la posibilidad y la capacidad de administrar, sin delegación ni enajenación alguna, sus propios asuntos. El federalismo, mientras tanto, es el tipo de vínculo -horizontal y descentralizado- entre las unidades asociativas efectivamente idóneo para preservar el protagonismo de las mismas y evitar el surgimiento y la imposición de instancias decisorias superiores y centralizadoras que finalmente acaben “olvidando” -en aras de una mítica “voluntad general”- a las multitudes que dicen “representar”. Por último, la democracia directa -o, si se prefiere, la anarquía- es el efecto de conjunto por el cual los asuntos políticos en los que se dirime la vida de una comunidad, sean cuales sean sus dimensiones, son asumidos sin mediaciones de especie alguna por todos sus miembros. Es precisamente la correcta articulación entre estos dispositivos organizativos la que puede dar cabida realmente a esas relaciones de convivencia animadas desde la libertad entre individuos y grupos iguales y recíprocamente solidarios así como albergar las dimensiones internacionalistas del cambio social, sin menoscabo alguno de las prodigiosas diversidades regionales y culturales que distinguen a los pueblos latinoamericanos.
5.- En las últimas décadas, también, el pensamiento revolucionario ha cobrado conciencia de los problemas ecológicos y los ha incorporado al núcleo mismo de su reflexión. Hoy ya no es posible sostener aquel planteo ramplón e ingenuamente productivista que hacía depender las posibilidades de realización socialista de una incesante acumulación de bienes y de un irracional desarrollo de la industria pesada. En nuestra época, las claves de la construcción socialista ya no reposan en aquella inocencia cuantitativista que todo lo basaba en el crecimiento de las “fuerzas productivas” sino que se ha vuelto absolutamente preciso sostener que las llaves del misterio radican en la distribución de las riquezas y en la satisfacción de las necesidades humanas a través de su adecuada compaginación con los recursos naturales disponibles. El desarrollo de las sociedades humanas y el incremento de su bienestar material es hoy insostenible si no se plantea como un diálogo respetuoso con los recursos naturales -la biósfera toda, en definitiva- y con sus correspondientes ciclos o irreversibilidades. El paradigma productivista, precisamente, no es más que la consecuencia lógica y la herencia maldita de una concepción que ve en el trabajo ajeno una fuente de ganancia, de rendimiento, de lucro y de acumulación. Una sociedad libertaria y socialista, por el contrario, no puede concebir la producción como un acto ciego e irracional que se justifica por sí mismo, sino que ha de estar apoyada en el trabajo en tanto una posibilidad humana más de creación aplicada a la satisfacción de las necesidades reales que sólo puedan ser atendidas y resueltas a través del mismo.
2.- Caminos: la larga marcha de la libertad
6.- La rica y variada experiencia histórica recogida nos dice que no todas las revoluciones consiguen modificar realmente las relaciones de poder de una configuración social dada y que ninguna de las que efectivamente lo ha hecho puede plantear demasiadas cosas más que enseñanzas negativas en lo que tiene que ver con la construcción de una sociedad auténticamente libertaria, igualitaria y solidaria. El inconveniente mayor con el que se han enfrentado hasta ahora las revoluciones triunfantes es el de suponer que la construcción de una sociedad tal está más o menos garantizada o al menos abierta por una operación a la que, descuidadamente, se le atribuyen facultades mágicas: la toma del poder. En líneas generales, en esos casos, el equívoco ha consistido en suponer que una vanguardia ilustrada puede resolver por sí misma los problemas ubicados en el mal llamado y mal reconocido “reino de la necesidad”, postergando, en sucesivas “transiciones”, la atención de aquellos que serían propios del “reino de la libertad”. Sin embargo, quienes nos reconocemos como libertarios hemos intuído desde siempre, y lo sabemos ahora con entera certeza, que la libertad no sólo es la meta sino también el camino. Hoy sabemos que un marco social libertario jamás habrá de llegar si se parte de premisas que justifican el ejercicio “transitorio” del poder de unos individuos o de unos grupos sobre otros. Por ende, no hay ni puede haber transiciones reales que no prefiguren el horizonte hacia el cual se dirige el movimiento social revolucionario y que no se organicen a sí mismas como la indudable matriz del futuro: una matriz que, para serlo, ha de sustanciarse en tanto libertaria desde un primer momento.
7.- Ninguna “ley” histórica establece fatalmente el advenimiento de una sociedad libertaria y socialista y ninguna operación sostenida de ingeniería social desde las alturas puede garantizarlo. Una sociedad libertaria y socialista sólo puede edificarse a partir de una cierta y ampliamente extendida conciencia colectiva y de la definición irrestricta de su autonomía como comunidad constituída. Si en algún momento se creyó que había “condiciones objetivas” para la revolución y el socialismo hoy se hace necesario sustituír esa vieja convicción por otra bien distinta: la revolución y el socialismo sólo son posibles en tanto madure una subjetividad comunitaria autónoma capaz de expresar la decisión de una sociedad de recrearse a sí misma. Es obvio que esa conciencia, esa subjetividad colectiva, encuentra condiciones más favorables en unos casos que en otros, pero lo cierto es que sólo puede madurar como el producto de una larga y plural experiencia de antagonismos y de luchas. La asunción autonómica de sí mismos por parte de los pueblos es la única embriogénesis de una historia libertaria y socialista; y, por cierto, también la exclusiva posibilidad de realizar exitosamente los trabajos del parto. Las decisiones de una minoría, por muy inquebrantables y abnegadas que puedan resultar, no sustituyen la asunción autonómica, la conciencia colectiva y la subjetividad comunitaria sino que muchas veces sólo consiguen suplantarlas, postergarlas y encubrir las condiciones históricas reales de su emergencia y su despliegue; es decir, la única garantía concebible de una extendida voluntad de construcción socialista.
8.- América Latina ha conocido al menos tres vías interpretadas en un momento o en otro -por sus protagonistas, sus aliados o sus comentaristas, según los casos- como avances hacia el socialismo: el vanguardismo de corte guerrillero triunfante y devenido en gobierno como en Cuba y Nicaragua; el populismo civil o militar al estilo de la Argentina del “joven” Perón, la Bolivia del primer Paz Estenssoro, el Perú de Velasco Alvarado o la actual Venezuela de Chávez; y, por último, el reformismo socialdemócrata del tipo practicado en el Chile de Allende o en el Brasil que hoy gobierna Lula da Silva. Si bien la perdurabilidad de cada una de esas experiencias ha sido extraordinariamente variable y los formatos políticos respectivos no sean estrictamente asimilables ni mucho menos, lo cierto es que todas ellas asumieron como intrínsecamente propio, y lo teorizaron de diferentes modos -expresamente en algunos casos y elusivamente en otros-, el papel protagónico, redentor y a veces excluyente del Estado. Incluso Cuba, ejemplo mayor de supervivencia y de centralización política, nos plantea hoy una cruel paradoja y una triste ironía de la historia al tiempo que parece constituirse en una suerte de vía castrista al capitalismo con rasgos propios y muy caribeños de Estado benefactor. La conclusión que se impone es que -así como la libertad no es prorrogable ni subalterna, así como la conciencia de los pueblos y su autonomía no es sustituíble por “leyes” históricas de tipo alguno ni tampoco por el más completo y prolijo diseño de ingeniería social- la sociedad y no el Estado ha de ser el eje real y excluyente de la construcción socialista.
9.- De tal modo, las recurridas propuestas de caminos jalonados por una multiplicidad de etapas intermedias sólo conducen a la resolución parcial de los problemas inmediatos pero nunca a soluciones reales y perdurables de los dilemas más hondos. Anti-globalización, anti-fascismo, anti-colonialismo, anti-imperialismo, anti-neoliberalismo y algunas otras sugerencias por el estilo pueden ser y efectivamente son orientaciones circunstancialmente válidas, pero siempre y cuando no sofoquen las oposiciones de base -anti-capitalismo, anti-estatismo, anti-autoritarismo- y no inhiban ni releguen ni posterguen indefinidamente el horizonte libertario y socialista y la formación de la conciencia, las decisiones y las organizaciones correspondientes. Cuando se creía que la historia era aproximadamente lineal y conducía a un destino inexorable, la política de acumulación de fuerzas en torno al mal llamado “enemigo principal” pudo parecer un camino de avance por sí mismo. Sin embargo, la experiencia recogida a lo largo de más de un siglo de luchas, nos permite concluir sin demasiadas vacilaciones que las “transiciones” y las “etapas intermedias” tienden a eternizarse y a generar en su seno estructuras de poder tan sólidas como las antiguas y no se conoce todavía ningún régimen concebido de esa manera que no haya constituído su propio escenario de privilegios y de injusticias ni dejado de legitimar e institucionalizar un nuevo cuadro de dominación.
10.- Los caminos principales del cambio social revolucionario, entonces y sin perjuicio de las diversas prácticas que los abonan, se recorren en la lucha contra las distintas estructuras de dominación establecidas, con un horizonte expreso de recreación social y precaviéndose de no alentar nuevamente la lógica del poder. Las estructuras de dominación -pasadas, presentes o futuras y cualesquiera sean sus especificidades y el diseño en el que se concretan- se repelen punto por punto con el horizonte libertario y socialista, y ninguna ilusión puede llevar a la absurda creencia de que existe un sendero de negociación, de diálogo y de entendimiento entre opciones que se contradicen tan drásticamente. Los caminos de avance hacia el socialismo libertario, por lo tanto, no son ni tienen ninguna posibilidad de ser caminos apacibles y confortables y sólo habrán de transitarse si se anima en ellos el soplo revulsivo de la insurrección, la ruptura y la transgresión; y no como episodios demiúrgicos, únicos y definitivos, sino en tanto dinámicas de transformación real. Los caminos de avance sólo podrán recorrerse mediante un torbellino de creación de lo nuevo y destrucción de lo viejo y eso ya no pueden hacerlo enigmáticos mecanismos de la historia ni minorías supuestamente esclarecidas ni mediatizaciones interminables sino el movimiento de unas sociedades autónomas y decididas, concientes de sus necesidades y de sus deseos, organizadas expresamente para volverlos posibles y realizarse plenamente en ellos.
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