BARRET, Daniel. "11 de Setiembre de 2001: el enroque fatal" (2)

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En el frente diplomático, pues, los Estados Unidos ganaron ampliamente la batalla inicial, que siempre está centrada en torno a los aprestos aliancistas y a la posibilidad de disponer de una amplia y variable gama de recursos holgadamente desbordantes de las fuerzas propias. Tal cosa fue posible, además, a partir de una victoria ideológica resonante: los ejes de la guerra son aquellos que los Estados Unidos han fijado y que alinean a sus socios detrás de la concepción de que se trata de un combate a muerte contra el “terrorismo”, con lo cual se conjura también, al menos en el corto plazo, el peligro de formación de un bloque musulmán unificado. Pero, claro está, nada de ello fue gratuito, puesto que para abrir un abanico de tantas variedad y extensión los Estados Unidos han tenido que ir pagando aquí y allá precios que seguramente mostrarán su altura con el correr del tiempo: Pakistán reclamó la condonación de su deuda y el levantamiento de las sanciones que le fueran impuestas por su manifiesta indisciplina frente al tratado de no proliferación nuclear; China, India y sobre todo Rusia obtienen carta blanca para resolver a su antojo sus propios litigios internos con el “terrorismo” en el Tíbet, en Cachemira [1] y en Chechenia; al mismo tiempo, los palestinos logran por primera vez el respaldo norteamericano para la constitución de un Estado independiente. A su vez, el predominio ideológico estadounidense tendrá que caminar con pies de plomo por el terreno minado de las susceptibilidades religiosas de muchos de sus aliados: por lo pronto, la operación inicialmente llamada “Justicia Infinita” debió travestirse rápidamente en “Libertad Duradera” y de aquí en más Bush deberá cuidarse en grado sumo de que sus invocaciones a dios no resulten demasiado indigestas para los discípulos de Mahoma, sin que por ello deje de correr el riesgo de una conflagración celestial que reedite los mejores momentos del paganismo. [2]
En términos militares convencionales, la guerra dio finalmente comienzo el 7 de octubre con el consabido bombardeo aéreo de las posiciones estratégicas afganas, procurando desmoronar de un plumazo la infraestructura y la logística de los talibanes. En ese sentido, el inicio de los enfrentamientos directos se parece extraordinariamente a lo que ocurriera primero en Irak y algunos años después en Yugoslavia. Sin embargo, todos sabemos -y los Estados Unidos ya lo anunciaron- que en este caso los objetivos son sustancialmente distintos: ahora no se trata de desgastar a Irak para que abandone Kuwait ni de hacer lo propio con Yugoslavia para anular su voluntad de permanencia en Kosovo; casos en los cuales la guerra era previsiblemente breve, basada en la abrumadora superioridad aérea norteamericana y prácticamente sin compromisos de combate para las fuerzas de tierra. Ahora, se trata sí de atacar los santuarios “terroristas” más connotados y suprimir de la faz de la tierra a los emisarios del “demonio”, pero también de instalar en Afganistán un gobierno afecto a los intereses estadounidenses, lo cual es notoriamente más complicado que resolver los acertijos de Irak y Yugoslavia. Pero, además, y gracias a la presencia fantasmática de las Torres Gemelas atacadas y el Pentágono ardiendo, es una guerra que se libra simultáneamente en el teatro real de operaciones y en un vasto e inasible anfiteatro virtual y no tanto que extiende sus temblorosos sortilegios por la entera retaguardia de las “fuerzas del bien”. Esta guerra ha modificado desde ya las doctrinas militares norteamericanas que imperaron durante los años 90, cuenta con enemigos esquivos y durmientes, se desarrolla en una topografía que no puede ser cuadriculada ni señalada con banderitas multicolores, obliga a una improvisación donde la inteligencia parece contar más que la tecnología y, previsiblemente, no puede ser resuelta satisfactoriamente en el corto plazo. La guerra ha comenzado, amenaza con quedarse por un buen tiempo y quizás debamos aprender, desgraciadamente, a convivir con ella y sus impredecibles consecuencias.
En el terreno de la fuerza bruta -donde los Estados Unidos se sienten cómodos, locatarios, superiores e interpretando un libreto que es enteramente familiar- las cosas tampoco les son totalmente favorables. Una vez superados los primeros tramos de la guerra -éstos sí, quizás más breves que de costumbre- y realizados los vareos aéreos correspondientes, los Estados Unidos se quedarán rápidamente sin objetivos militares que bombardear. Afganistán es uno de los países más pobres del mundo, con ciudades destruidas luego de más de veinte años de enfrentamientos con las tropas soviéticas primero y entre tribus y sectas rivales después y organizado sobre la base de una economía agrícola y pastoril que no ofrece demasiadas posibilidades a los despliegues militares a los que los Estados Unidos se acostumbraron en los últimos tiempos. Por añadidura, las condiciones geográficas y climáticas del país no parecen ser las más favorables para aquella previsible circunstancia en que deban intervenir las fuerzas de tierra. Para colmo de males, la milicia talibán cuenta con un elenco profuso y habituado al enfrentamiento guerrillero, en una zona montañosa y complicada que es para ellos su hábitat natural al tiempo que un ecosistema absolutamente extraño y hostil para las fuerzas de ocupación norteamericanas y británicas. Y, por si esto fuera poco, los talibanes cuentan además, con una feroz disposición combativa y el orgullo tradicional de los afganos de haber empantanado y enterrado en su momento en tales lugares a las fuerzas de la Inglaterra victoriana y al ejército soviético; nada menos que dos de las formaciones militares más poderosas en las circunstancias históricas respectivas.
Sin embargo, incluso en este plano, los Estados Unidos también pueden servirse de una fuerza aliada cuya intervención en el conflicto responde a razones muy diversas que las de la superpotencia, pero que le son ocasionalmente coadyuvantes y funcionales. Esta fuerza es la de la llamada Alianza del Norte, compuesta igualmente por guerrilleros afganos, los que en su momento ocuparon el gobierno en el país para ser desalojados del mismo por los propios talibanes y que hoy controlan aproximadamente el 10% del territorio. En este caso, las tropas terrestres norteamericanas podrían limitarse a cumplir un papel de apoyo logístico y hacer que los enfrentamientos iniciales corran por cuenta de la oposición interna al gobierno afgano y quizás también de los temibles gurkas. [3] De tal modo, los Estados Unidos podrían evitar o al menos prorrogar la indeseable situación inicial de tener que presentar a su propia opinión pública la existencia de bajas en combates directos. Este hecho también parece jugar a favor de los talibanes afganos, puesto que desde Vietnam a nuestros días el pueblo norteamericano ostenta un menguado nivel de resistencia a la presentación de bajas propias, siempre y cuando éstas se den en territorios y causas que parecen alejados del sentir del ciudadano medio. No obstante, habría que ver incluso si es éste el caso, puesto que la propia población civil norteamericana ha sido fuertemente aleccionada y en la ocasión parece mostrar una predisposición bélica difícilmente asimilable con la que pudo darse en las anteriores aventuras militares de sus sucesivos gobiernos.
Sea lo que sea que efectivamente ocurra en el teatro convencional de operaciones, el gran enigma de la guerra es la capacidad de acción y de respuesta de las hipotéticas células combatientes islámicas dispersas por el mundo. Parece más o menos probado que la prolongada guerra afgana contra las tropas soviéticas de ocupación constituyó un campo de pruebas y de entrenamiento para la formación guerrillera de efectivos que luego hicieron acto de presencia en otros conflictos en los que se vio involucrado el mundo musulmán, tal y como ocurrió en Bosnia-Herzegovina, en Kosovo y en Chechenia. Es presumible también que esa red de células -en caso de existir- cuente con la tecnología, la preparación, las informaciones y la capacidad de inmolación necesarias para producir desbarajustes reales en la retaguardia de la coalición militar pro-norteamericana; no obstante lo cual algunas cosas de singular relevancia -el dónde, el cuándo y el cómo de los eventuales ataques- seguirán estando momentáneamente rodeadas por un hálito de misterio. Ningún misterio hay en cambio en torno a la correntada de simpatías que la causa afgana ha despertado entre los pueblos islámicos y que ya mismo está poniendo en estado de alerta y zozobra a aquellos gobiernos -como el pakistaní, el indonesio y probablemente también el palestino- abiertos a una actitud de colaboración o negociación con el gobierno estadounidense. Es en este plano mercurial, inasible y en el que se abren innumerables campos de confrontación donde se está poniendo realmente a prueba la capacidad del radicalismo islámico de transformar una guerra que las potencias hegemónicas han conseguido dibujar y plantear como una guerra de exterminio contra el “terrorismo” en una yihad contra el “Occidente cristiano” y los “infieles”. En cualquier caso, daría la impresión que el tiempo -siempre y cuando se asocie a una resistencia afgana efectiva- ha tomado partido por Alá.
Pero todo esto está, de un lado y del otro, en el campo de las especulaciones, de las incertidumbres y de los cálculos. Nosotros, sin embargo, queremos ubicarnos enteramente por fuera de esta matemática de las probabilidades, de este lenguaje propio de indiferentes y distantes estrategas militares que nos muestra la aritmética y la geometría del horror, en actitud de presumida inteligencia y casi de gozo, pero sin atreverse a brindar el relato sufriente y desencantado de la atrocidad generalizada. Querríamos estar lejos de una contienda de la que, no obstante, no podremos escapar; lejos de una guerra sin sentido, sin horizonte y sin final. Porque ¿qué podría representar para los Estados Unidos una victoria duradera y una garantía de paz? ¿acaso un genocidio religioso que suprimiera o inutilizara para siempre el orgullo herido de mil millones de musulmanes? Y, para el radicalismo islámico ¿hacia dónde conduce la guerra santa? ¿a la demencial recuperación de Andalucía? ¿al desalojo permanente de Jerusalén por parte de todos sus pobladores judíos? ¿a la adopción “occidental” de la burka y el chador? ¡No, definitivamente no! El único triunfo posible, el que ahora mismo se vuelve tangible, material y al alcance de nuestro propio miedo es el triunfo de la locura del poder y de su inconmensurable capacidad de destrucción; el triunfo del hambre de los millones de refugiados afganos y el triunfo de las amenazas bacteriológicas contra hombres estadounidenses, franceses o alemanes que tal vez en este mismo momento estén abocados a un esfuerzo de paz. Pero esos triunfos ¿qué duda cabe? no son más que una gran derrota profunda y perdurable para los pueblos del mundo que nada tienen para ganar en una guerra de estas proporciones y con estas características. Una derrota de la que ya estamos sintiendo sus regustos más amargos; una derrota que ya provoca nuestra angustia y con la que nos negamos a convivir; una derrota que habrá que transformar en una incitación de sueños para amasar con ellos un nuevo empuje de luchas por la libertad y por la vida.
La cínica magia de las palabras [4]
Un antiguo dicho periodístico sostiene que en toda guerra el primer herido de muerte es la verdad, aludiendo con ello a la práctica habitual de los estados mayores militares en sus comunicados de prensa de magnificar los éxitos propios, amortiguar o negar las desgracias sufridas y dar a entender que la situación del enemigo tiende a ser o ya es desesperante: así las cosas, la mentira se vuelve dueña y señora y la desinformación campea como si fuera un recurso bélico más. Sin embargo, intuitivamente cierta como es, esta convicción no deja de ser todo lo insuficiente y superficial que suelen resultar estos refranes de ocasión. Porque, en definitiva, el problema no es exclusivamente periodístico ni se agota en los artilugios de marketing, seducción y engaño que puedan instrumentar las oficinas de prensa de las comandancias castrenses. En realidad, la desinformación y la mentira -deliberadas y hasta estimuladas como frecuentemente lo son- no constituyen otra cosa que una parte de un arsenal discursivo infinitamente más vasto, del cual sus agentes no suelen ser enteramente concientes en el proceso o en el momento en que hacen uso y abuso del mismo. Más importante que la mentira y la desinformación, entonces, se nos presenta esa entera organización discursiva administrada desde, por y para el poder que regula el sentido de las palabras y las imágenes, que muestra y oculta, que decide qué cosas se pueden enunciar y cuáles quedan inmediatamente proscritas del entendimiento, qué pasiones hay que desatar y cuáles miedos, respetos o reverencias habrá que llevar puntualmente a los altares de la autoridad constituída. Es en ese espacio de posibilidades y de bloqueos discursivos que se constituyen las ideologías que operan como justificación y encubrimiento y es allí, precisamente, donde podremos encontrar una de las dimensiones más sofisticadas de la guerra en curso y descubrir la que, probablemente, sea su logística más definitoria.
Ningún misil habría partido de su vector de lanzamiento y ningún avión habría portado bomba alguna si antes los Estados Unidos no hubieran podido convencer a oídos gustosa y previamente receptivos que se trataba de una guerra contra el “terrorismo”; y, si ésta es una de las claves de la cuestión, bien vale la pena que le dediquemos un par de consideraciones. Por lo pronto, la faceta nominalista del Departamento de Estado de los Estados Unidos ha llegado a la conclusión -a través de sesudas operaciones de inteligencia cuya falta de talento debería sernos sobradamente conocida a esta altura de los acontecimientos- que en Afganistán, operan con distintos grados de aprovechamiento y tolerancia institucional, al menos los siguientes grupos “terroristas”: Al-Gama’a al-Islamiyya (Grupo Islámico), Harakat ul-Mujahidin, Al-Yihad (Yihad Islámica), Jaish-e-Mohammed (Ejército de Mohammed), Lashkar-e-Tayyiba (Ejército de los Justos) y, por supuesto, los muchachos de Bin Laden agrupados bajo el familiar nombre de Al Qaeda. [5] Sin embargo, esta enumeración carecería de sentido si no se la inscribiera en la chabacana elaboración conceptual a la que los estrategas políticos, militares y empresariales nos han acostumbrado. En tal sentido, es útil reproducir la definición que el Departamento de Estado nos brinda del “terrorismo”: “El término significa violencia premeditada, motivada políticamente, perpetrada en contra de objetivos no combatientes por parte de grupos subnacionales o agentes clandestinos, generalmente con intención de influenciar a una audiencia”. Dejemos de lado, entonces, la casuística -siempre falible, siempre sujeta a revisión- [6] y abordemos esa maravillosa perla teórica del pensamiento dominante que ha servido para delimitar nada menos que al enemigo de la actual guerra.
Digamos que es posible observar, en principio, que la definición de “terrorismo” está compuesta al menos de tres partes: una descripción de la acción, una demarcación de sus agentes y una atribución de los resortes teleológicos que la conducen. Como puesta en movimiento de su esencia, entonces, el “terrorismo” sería un acto de “violencia premeditada, motivada políticamente y perpetrada en contra de objetivos no combatientes”. Miradas así las cosas, sería casi una curiosidad de museo encontrar un Estado nacional que no tenga un origen y una existencia holgadamente “terroristas”, aunque el poder siempre gozará del privilegio de lenguaje de sostener -y, desde luego, de “demostrar”- que sus objetivos siempre son combatientes, bastando que cualquier tribunal inquisitorial con la autoridad suficiente decrete que frente suyo se encuentran las fuerzas del demonio. De todos modos, y para evitar confusiones, el Departamento de Estado se encarga de precisar más las cosas: la acción será “terrorista” cuando haya sido perpetrada por “grupos subnacionales o agentes clandestinos”. De esta manera, las dudas que puedan haber sobrevivido en las mentes más calenturientas y suspicaces quedan inmediatamente disipadas: los Estados Unidos -y sus aliados, naturalmente- pueden cometer todos los actos de violencia premeditada, motivada políticamente y contra objetivos no combatientes que se les ocurran puesto que, por definición, tratándose de naciones y estando las mismas formalmente reconocidas como tales, jamás habrán de ser “terroristas” por obra y gracia de un tácito y poco ingenioso impedimento lexicográfico. [7] Por último -¡faltaba más!- un “terrorista” habrá de consumar todavía con mayor alevosía su perversa naturaleza siempre y cuando tenga la intención de “influenciar a una audiencia”, sin que se nos advierta si, en caso contrario, habrá de recibir los favores de las generosas indulgencias que los Estados Unidos están siempre bien dispuestos a propinar por doquier.
Contra este enemigo, definido como ha sido con ejemplar imprecisión, los Estados Unidos se han lanzado -y han embarcado al mundo- en una guerra cuyas proporciones todavía no llegamos a intuir enteramente. Pero, por supuesto, la magia de las palabras no se detiene ahí y de su inconmensurable galera habremos de esperar todavía innumerables prodigios. En ese terreno será posible encontrar expresiones que todo lo permiten y justifican, entre las cuales extraordinariamente cínica por antonomasia es aquella que define a las atrocidades bélicas más increíbles como “daños colaterales”. Por ejemplo -y sólo para ilustrar flagrantes contradicciones-: los recientes bombardeos sobre Afganistán han barrido con el edificio en que tenía su residencia la Afghan Technical Consultants, una Organización No Gubernamental (ONG) que funcionaba bajo los auspicios de la mismísima Organización de las Naciones Unidas (ONU) con el cometido de retirar del terreno las minas anti-personales que sobrevivieron abundantemente a dos décadas de conflicto bélico en el país. Por lo que se vio y oyó posteriormente, la ONU también participa a pies juntillas del mismo enrevesado lenguaje y así fue que tuvo el descaro de solicitar a la comunidad internacional -¡no a los Estados Unidos y a Gran Bretaña sino a la “comunidad internacional”!- “la protección de los civiles inocentes”. Mientras tanto, y sin que los bombardeos hayan dejado de arreciar, los cuerpos de los cuatro funcionarios adscriptos a la propia ONU, muertos en el error y computables como “daño colateral”, siguen siendo buscados entre los escombros. [8]
Por su parte, el primer ministro británico, Tony Blair, el mismo día en que comenzaron los bombardeos sobre las principales ciudades afganas, dio otro magnífico ejemplo de prestidigitación discursiva. Según sus palabras, Gran Bretaña y los Estados Unidos son naciones pacíficas que en modo alguno quieren la guerra sino que concurren a sus miserias, involuntarios y apesadumbrados, porque no les queda otra opción, con el objeto de “preservar la paz” y para “poner fin al sufrimiento del pueblo afgano”. La lógica es implacable y no permite discusión racional alguna: la guerra es el camino de la paz y los bombardeos sobre el pueblo afgano no hacen otra cosa que poner fin a su sufrimiento. Ahora, el discurso ha terminado por adoptar una forma maleable y habilitadora de todo tipo de contorsiones; ya no es sólo la manipulación del significado sino que también se plasma el manoseo más vulgar de su propia estructura formal, en la cual se hace imposible penetrar y a través de la cual la comunicación se transforma en un ejercicio de seducción y su recepción en un pasivo acto de fe. Las supuestas reglas de correspondencia entre el acto que se relata y el relato mismo se vuelven evanescentes, se difuminan y se corrompen al servicio de una causa que controla férreamente su concreción y su despliegue. El discurso ha conquistado así su independencia más completa y acaba transformándose en un monólogo autorreferencial sin relación con otra realidad que no sea la propia. Así las cosas, las “fuerzas del bien” podrán continuar enfrentándose con pretensiones de eternidad a las “fuerzas del mal”, en tanto tales entidades puedan seguir siendo definidas desde la infalibilidad y la inmortalidad del poder.
El discurso regula, entonces, la lógica del enfrentamiento y abre el espacio necesario para el despliegue bélico; y tal cosa ocurrirá así tanto en el plano externo como en el interno a partir de una autopercepción de las relaciones de convivencia propias de las “fuerzas del bien”. Por lo pronto, la guerra y las amenazas inéditas que depara reclaman un esfuerzo colectivo que obliga a suspender en parte la manifestación plena de algunas de las nociones que los Estados Unidos tienen de sí mismos. ¿Cuál es, entonces, esa representación discursiva que los Estados Unidos han forjado de su historia y de la imagen narcisista que les devuelve el espejo de agua cristalina que ponen frente a las narices de su gente? Los Estados Unidos son, como no podía ser de otra manera, un ejemplo de sociedad abierta, intransigentemente democrática y construída en torno a una visión radical de la libertad heredada de sus padres fundadores. Es -según se dice hasta el cansancio- una sociedad que rinde un culto inmaculado y sin respiro por la libertad de emisión del pensamiento y por su impoluto sistema judicial. Es también una sociedad de oportunidades, en la que cualquier hijo de vecino, sea cual sea su nacionalidad o su origen, puede cumplir a su manera con su intransferible “sueño americano”, y para ello tiene a su disposición el principio sacrosanto de la libertad de empresa. Es, por último, una sociedad que privilegia al individuo antes que al Estado y que prácticamente no podría oxigenarse sin mantener su ilimitado respeto por la privacidad. Reunidas ahora todas estas pautas -vinculadas a su vez con el desarrollo tecnológico, con un nivel de consumo basado en el despilfarro y en la permanente renovación de bienes y con un inimitable sentido de la omnipotencia- se hace posible comprender por qué los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos convencen tan fácilmente a buena parte de su población de que las guerras que emprenden no son más que enfrentamientos entre la “civilización” y la “barbarie”.
Sin embargo, la guerra tiene otras convocatorias y la seguridad demandas más fuertes, por lo cual hasta el ciudadano norteamericano medio habrá de acostumbrarse a la idea de que la preservación de la “civilización” bien vale los sacrificios que de aquí en adelante se le reclamarán. Incluso, hasta deberán tener especialmente presente a una organización estatal que en los tiempos de bonanza y calma chicha intenta disimular su existencia y, con mayor razón aún, sus oprobios. Quizás la “sociedad abierta” deba tomar especiales recaudos en el control de los ciudadanos extranjeros y muy especialmente de los árabes de origen. Es probable que la “libertad de movimientos” deba ser encorsetada en el marco de algunas limitaciones obvias. A la prensa se le reclamará un patriótico desprendimiento, de modo que sus mensajes no presenten desajuste alguno con las estrategias propagandísticas y estratégicas de la Casa Blanca y el Pentágono. Tal vez viajar en avión, enviar cartas extrañas, tener amigos portorriqueños, comprar cuchillos en los supermercados o deambular por las ciudades sin motivo aparente se vuelvan actividades inusuales que merezcan algún tipo de control. Ni pensar, entonces, lo que se pueda especular, decir o hacer con quienes tengan la osadía y el coraje de emitir opiniones críticas respecto al gobierno, participar en manifestaciones por la paz o negarse a cantar el himno y a saludar enjundiosamente a la bandera. La sociedad misma estará bajo sospecha y, así como hasta ahora se pregonaron las infinitas bondades de la desinformación y la anestesia permanentes, de aquí en más habrá de exigirse una histérica inervación bélica que pueda alinear el proverbial e inconfundible sopor americano con el emprendimiento combatiente de su gobierno, de sus fuerzas armadas, de sus servicios de inteligencia y de los cuerpos de seguridad del Estado en general.
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[1El tema de Cachemira, sin embargo, es doblemente complicado puesto que en dicho conflicto los intereses hindúes están enfrentados a los de Pakistán, lo cual deja a los Estados Unidos en la incómoda posición de establecer algún tipo de privilegio para uno de sus aliados, siendo virtualmente imposible que pueda oficiar como neutral o mediador. Debe recordarse, además, que los opositores en Cachemira son considerados como “terroristas” por la India y en tanto “combatientes de la libertad” por Pakistán.

[2Aunque no lo parezca, este punto también puede transformarse en especialmente problemático. Las continuas invocaciones de Bush a su dios y a las “fuerzas del bien” pueden resultar internamente necesarias para levantar la moral y las convicciones de su población civil, pero también puede resultar particularmente irritante su uso exagerado y abusivo en las relaciones con los países musulmanes actualmente aliados. La estabilidad de la coalición pro-norteamericana depende en grado sumo de que la confrontación entre “civilización” y “barbarie”, tal como está planteada, no se transforme de golpe y porrazo en un enfrentamiento entre Alá y el dios de los cristianos; en cuyo caso sí la yihad sería inminente.

[3Los gurkas constituyen un destacamento especial de las fuerzas británicas, aunque se trate realmente de guerreros nepaleses. Como se recordará, los mismos cumplieron un papel destacado en el enfrentamiento con las fuerzas armadas argentinas en 1982, en ocasión de la recuperación por parte de Gran Bretaña de las Islas Malvinas

[4El análisis que aquí realizaremos podría y debería ser complementado con el correspondiente al manejo del discurso icónico, el cual presenta las mismas sutilezas y desarreglos fuertemente ideologizados que la organización del discurso propio de las palabras. Sin embargo, elementales razones de tiempo y espacio nos obligan a prescindir de una incursión que, de todos modos, deberá tenerse presente.

[5La lista resulta de pasar en limpio un informe del Departamento de Estado de los Estados Unidos, que los interesados pueden encontrar en la siguiente dirección web: http://www.state.gov/s/ct/rls/pgtrpt/2000/index.cfm?docid=2450. Allí también es posible indagar cuáles son los perfiles de los grupos “terroristas”, sus bases operativas, las acciones que se les atribuyen, etc.

[6En efecto, un grupo puede ser “terrorista” hoy y dejar de serlo mañana, generalmente dependiendo de esa bendición combinada que significa su aproximación a posiciones de gobierno y el descubrimiento de algún espacio de intersección negociadora con los ejes de política exterior de los Estados Unidos. La Organización para la Liberación de Palestina de Yasser Arafat es un buen ejemplo de ello.

[7Al menos, siempre y cuando no surja alguna indeseable y academicista exigencia antropológica que se proponga discutir qué quiere decir exactamente “grupo subnacional”.

[8En este orden de cosas, es interesante recordar también los raíds militares sobre Belgrado de 1998-99, en los cuales las fuerzas de la OTAN bombardearon por error alguna que otra embajada de países en principio ajenos al conflicto. Por lo visto, desde el ángulo de observación de su eficacia y precisión, los “daños colaterales” producidos por los grupos “terroristas” son insignificantes al lado de los que han provocado las grandes potencias en los últimos tiempos; sobre todo si se tiene en cuenta que, en este caso, la muerte de civiles inocentes parece estar expresamente asumida como tal.