BARRET, Daniel. "11 de Setiembre de 2001: el enroque fatal" (4)

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Pero, la maquinaria militar-industrial genera aún otro efecto perverso de consecuencias impredecibles que es el ataque indiscriminado a las libertades de la gente; esas módicas libertades individuales y colectivas -libertades populares en suma-, que incluso en el marco de los esquemas de dominación propios de las organizaciones estatales y capitalistas resultan de larguísimos procesos de lucha y se constituyen como conquistas que no es posible ni deseable hipotecar. Hoy, esas libertades ínfimas, que nunca nos han conformado ni jamás nos llevaron a entonar cantos de satisfacción y victoria definitivas, reciben también su correspondiente agravio y la brutal amenaza que consiste en subordinarlas y alinearlas detrás del esfuerzo bélico y de la lógica militar. Oponerse radicalmente a la guerra, por lo tanto, también quiere decir hoy que habrá que hacer una defensa intransigente de nuestra capacidad de disentir en todas las formas concebibles con el poder institucionalizado; pensando libremente, organizándonos libremente y actuando libremente. El mundo se enfrenta hoy con un movimiento inquisitorial extendido, profundo y previsiblemente prolongado, donde todos nos hemos vuelto sospechosos y todos somos objeto de vigilancia; un mundo donde la opción que se nos ofrece es transformarnos en reclutas forzados, marchando con militarizados espasmos detrás de las banderas y los himnos del poder, o aceptar el estigma de que se nos considere y se nos trate como hipotéticos criminales de lesa “civilización” o como potenciales traidores de una causa que no es la nuestra. Las libertades individuales y colectivas conquistadas, entonces, son -aun en su precariedad, en sus limitaciones y en su mediatización constante- un tesoro preciado que no es posible perder si es que no queremos extraviar esa otra libertad superlativa y con mayúscula que constituye nuestra razón de existir como movimiento revolucionario.
Las cosas no terminan aquí, por supuesto, porque la guerra es, además y tal como lo hemos visto desde un principio, la consecuencia de una distribución asimétrica del poder mundial, de las riquezas que se forman a su amparo y de la tupida maraña de dispositivos militares que se montan para preservar el acceso a las mismas. La guerra comienza a gestarse desde el momento mismo en que las principales potencias pasan a considerar que gozan de derechos naturales para dictar sus propias pautas en cualquier lugar del planeta, confundiendo la contumaz política de salvaguarda de sus intereses con criterios abstractos de bienestar y de justicia impuestos dondequiera que sea; frecuentemente salpimentados con arrebatos cavernícolas de racismo y xenofobia jamás confesados o reconocidos como tales. Oponerse radicalmente a la guerra, entonces, es también luchar contra las insultantes desigualdades que azotan al mundo y según las cuales son los países más ricos los que marcan con sus condiciones a los más pobres y reducen hasta extremos holgadamente insoportables sus márgenes de decisión en los más diversos planos. La guerra, en el giro que actualmente le han dado los Estados Unidos y sus aliados, sólo parece tener por objetivo y por consecuencia -directamente sobre Afganistán e indirectamente, al menos como amenaza, sobre cualquiera que intente bruscos desplazamientos de fuga del nuevo orden mundial- la imposición “ejemplarizante” de todo el rigor disciplinario de que son capaces para el mantenimiento de una hegemonía política, militar, ideológica, financiera y comercial que ellos pretenden incuestionable.
Last but not least, la guerra es el horror pasado, actual y del futuro inminente, con sus ruinas y sus escombros, con sus cuerpos despedazados y sus miedos, con las sombras espectrales de aquellas víctimas que todavía no han sucumbido a los bombardeos, a la desolación o al hambre. Porque lo que ahora mismo está planteado es la desarticulación, el desgarramiento y hasta la virtual desaparición del tejido social afgano; tanto como ayer ocurriera con Irak y con la resistencia kurda o en los años 80 con el Líbano o Nicaragua, entre otras trapisondas a las que los Estados Unidos han resuelto vincular su irrenunciable historia de gran potencia. Una muerte, una sola muerte por hambre basta para conmovernos, pero hoy la agenda del mundo prevé que entre 7 y 8 millones de afganos corren el riesgo de inanición en los próximos meses de no mediar una drástica e inmediata ayuda alimentaria. [1] Oponerse radicalmente a la guerra, por lo tanto, es también cubrir de un manto de solidaridad a todas sus víctimas y evitar que la locura reinante lleve al completo extravío de toda referencia humana. Será necesario, entonces, que desde todos los puntos del planeta se reclame insistentemente y sin intermitencias que los responsables de esta catástrofe humanitaria se hagan cargo de esta situación, que las fronteras de los países vecinos se abran incondicionalmente a los refugiados y que éstos reciban la alimentación, el abrigo y los medicamentos de que los ha privado una situación que ellos no generaron. Sostener lo contrario es ya mismo pasible de ser considerado como vulgar complicidad con el genocidio por venir.
Oponerse en forma radical e intransigente a la guerra, en síntesis, querrá decir de ahora en más -al menos para los anarquistas y para quienes se sientan políticos-poetas- que nos oponemos no sólo a sus consecuencias más desgraciadas sino también al actual esquema de poder y dominación mundial y a sus procesos de formación y despliegue; que nos consideramos enfrentados con la misma energía de todas las horas pero con más razones que nunca, si ello es factible, a la maquinaria militar-industrial que constituye su principal y más directa condición de posibilidad; y que todo esto puede seguir haciéndose en el nombre y a través de la práctica de aquellos valores básicos y definitorios que son la libertad, la igualdad y la solidaridad. Las políticas “realistas”, de oportunidad y de ocasión, de cálculo mezquino y de indiferencia, no parecen tener aquí ni su lugar ni su momento. Nos sentimos acorralados y ya no tenemos dónde ir: por eso, en el plano de las movilizaciones “globales” pero también y sobre todo en el nivel de las acciones locales -que seguramente son las que definen en última instancia y en las cuales decantan nuestras búsquedas libertarias- [2] la única fuga posible es hacia el mañana que aún podemos construir y hacia las mil peleas que todavía nos queda por dar.

[1También en esto los Estados Unidos han dado un magnífico ejemplo de su hipocresía ideológica, haciéndole llegar a las Naciones Unidas constancia de su preocupación y solicitándole que articulara cuanto antes la ayuda necesaria para las legiones de famélicos afganos.

[2No es intención de este trabajo ofrecer orientaciones movilizativas concretas ni tampoco creemos que ello sea enteramente posible. En el mejor de los casos, pensamos que su aporte se sitúa en torno a la presentación de un esquema interpretativo en el nivel “global”, que luego deberá referirse a los más diversos planos locales. Pero, lo que se hace necesario subrayar es que las orientaciones movilizativas concretas sólo pueden estar fundamentadas y animadas a partir de las formas y articulaciones locales que asume el diagrama mundial de poder y dominación tanto como en las posibilidades y objetivos de las organizaciones sociales de base de cada lugar. En definitiva, éste último es el nivel en el que puede hacerse sentir nuestro protagonismo y el que seguramente habrá que privilegiar.